La ciudad que se convirtió en una sucursal argentina

Hay una imagen bellísima, una postal del viernes, cuando el sol va escondiéndose y Río se enciende como sólo Río sabe hacerlo. Yendo por Flamengo hacia Lapa, el barrio que jamás se permite dormir, el Cristo del Corcovado se recorta entre las nubes. Los brazos extendidos parecen envueltos por una bruma blanquísima. Los colores del atardecer pintan un cuadro extraño, tan irreal como irresistible. El taxista, parlanchín al extremo, se empeña en explicar que ya no le interesa el fútbol, que hasta dejó de “torcer” por Fluminense, y que no verá Brasil-Holanda. Es de mala educación pedirle que se calle un ratito, porque le está poniendo una banda de sonido inadecuada a la película.

La última parada de la excursión mundialista no podía contar con otra escenografía. Los 10.000 barcitos, las “lojas” que alojan mercachifles de todas las calañas, los autos que maniobran separados por milímetros de cordones y de peatones, representan cabalmente la efervescencia de Lapa. Aquí los partidos de Brasil se vieron con con ojos llorosos y las gargantas bien lubricadas. Es un poco el Bajo tucumano, un poco el Once porteño, un poco Estambul y algo del Madrid antiguo.

Pero es, básica e innegablemente, Latinoamérica a pleno. Es el Río que no sale en las revistas, el de las garotas sonrientes que no bajan la mirada por más que estén lejísimo de la playa.

Un taxi hasta el Fan Fest cuesta uno poco más de 20 reales (cerca de 70 pesos). Tomarle el pulso al transporte público es fácil y los presupuestos se acomodan en el acto.

Entre el ómnibus y el subte, Río se conecta con eficiencia. Claro, en comparación con los embotellamientos de San Pablo, donde el demonio se ríe a carcajadas con la ropa de varita, cualquier ciudad parece Amsterdam. La conexión para llegar al Maracaná es sencilla, porque hay una línea de subte que desemboca en la puerta del estadio. Igual que en el Arena Corinthians de Itaquera.

La imagen del viernes en Copacabana fue la de bandejas rebosantes de caipirinhas, requeridas aquí y allá. En la zona, el fenómeno sorprendente es la cantidad de autos con patentes argentinas. Como si fuera la avenida 9 de Julio, sin el Obelisco pero con el Pan de Azúcar de fondo. Independientemente del resultado de la final del Mundial, este fin de semana es histórico en Río, la ciudad que cambió de idioma, de colores y de bandera.

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