Por Guillermo Monti
14 Julio 2014
TODOS PARA UNO Y UNO PARA TODOS. Alejandro Sabella supo armar un grupo homogéneo que terminó siendo mucho más importante que sus individualidades.
Este es el artículo destinado a la figura de la Selección. Debería ser Messi, elegido mejor futbolista del Mundial. O Mascherano, el hombre estandarte, cuya sangre es capaz de perforar al propio Alien. O Romero, el de los penales en la inolvidable noche de San Pablo. ¿Y por qué no el humilde Rojo, que llegó cuestionado y se va aplaudido? Argumentos hay de sobra. Pero la definición, por más demagógica que suene, resulta inapelable: la estrella fue el equipo. Este es el mayor de los méritos de Alejandro Sabella, porque Argentina aterrizó en Brasil con un muestrario de individualidades y se marcha como un todo compacto, rocoso, sacrificado y hasta armónico. Así accedió a la final después de 24 años; así jugó de igual a igual y hasta pudo vencer a Alemania.
Parece mentira que los partidos contra Bosnia e Irán se hayan disputado en este torneo. Da la impresión de que pasó un siglo, que los jugadores que salieron a la cancha para afrontar aquellos compromisos eran otros. Resultaron los mejores momentos de Messi, coronados con los dos goles que le anotó a Nigeria. Por aquellos días se discutía de táctica; hablar de cuatro volantes o cinco defensores era mala palabra. O los cuatro fantásticos o nada, fue la bandera que se levantó. Sabella capeó el temporal, mientras los soldados se le caían. Primero Agüero y después el irreemplazable Di María. Se venía la noche, sin luna y sin estrellas.
De ese túnel que parecía engullir a la Selección salió una mariposa. No fue un callejón, sino una crisálida. Sabella predicó como si del sermón de la montaña se tratara: humildad, sacrificio, trabajo, sencillez, dar antes que exigir, brindarse por el otro. Lo más importante es que el mensaje prendió, que los jugadores se abrazaron a la idea y confiaron en ella. Ningún sistema funciona si los protagonistas no están convencidos del rol que les toca. Está claro que los jugadores se convencieron de que su destino en Brasil era convertirse en mosqueteros. Todos para uno y uno para la Argentina. Y las cosas cambiaron.
En plena competencia, Argentina adquirió una identidad. El talento de los fantásticos se subordinó al objetivo. Lavezzi y Palacio aceptaron jugar de volantes, Federico Fernández y Gago resignaron la titularidad sin patear ningún tablero; Higuaín corrió a todos los defensores hasta que no dio más. Y Messi, quien había declarado que prefería el 4-3-3, no volvió a abrir la boca. La cerró y trató de dar lo mejor de sí.
Con esa nueva identidad llegaron los resultados positivos. Y de la mano, la empatía de los dos países: el futbolero y el que descubre el Mundial cada cuatro años. Ese equipo en el que todos corren, todos ponen, en el que se juega hombro con hombro y nadie flaquea, prendió en la gente. La Argentina de la inspiración pasajera, del talento individual, mutó en un equipo de todos con reminiscencias de un pasado tan impreciso como añorado. Y en la mitad de la cancha, equilibrando la balanza, Mascherano encarnó un héroe prototípico. El jugador símbolo. El tatuaje de las nuevas generaciones.
Sabella machacó con dos necesidades: saber ocupar los espacios y no regalar la pelota. Obedientes, sus hombres se distribuyeron correctamente en la cancha. Las líneas, que antes se comunicaban por señales de humo, se acercaron hasta casi tocarse.
Se terminó la lluvia de goles propios, pero a la vez se secaron los pozos rivales. Lo sufrió Alemania, una máquina ofensiva frustrada por el orden, los anticipos, los cruces y la solvencia de zagueros y volantes. Hasta que Götze hizo un gol propio de messilandia y a otra cosa. Las caídas suelen reducir a los derrotados a escombros. Argentina no se desmoronó en Brasil y esa es la evidencia de la solidez alcanzada durante las últimas semanas del Mundial. Más aún; la identificación de los hinchas con ese equipo capaz de jugarse las tripas en cada acción le hizo subir las acciones mucho más de lo imaginado. Tanto que en cada rincón del país se le rindió homenaje con el festejo más allá del 0-1. Sorprendente y feliz epílogo, teniendo en cuenta la génesis de esta aventura. Nada mejor que el trabajo en equipo para ponerle el pecho a los desafíos.
Parece mentira que los partidos contra Bosnia e Irán se hayan disputado en este torneo. Da la impresión de que pasó un siglo, que los jugadores que salieron a la cancha para afrontar aquellos compromisos eran otros. Resultaron los mejores momentos de Messi, coronados con los dos goles que le anotó a Nigeria. Por aquellos días se discutía de táctica; hablar de cuatro volantes o cinco defensores era mala palabra. O los cuatro fantásticos o nada, fue la bandera que se levantó. Sabella capeó el temporal, mientras los soldados se le caían. Primero Agüero y después el irreemplazable Di María. Se venía la noche, sin luna y sin estrellas.
De ese túnel que parecía engullir a la Selección salió una mariposa. No fue un callejón, sino una crisálida. Sabella predicó como si del sermón de la montaña se tratara: humildad, sacrificio, trabajo, sencillez, dar antes que exigir, brindarse por el otro. Lo más importante es que el mensaje prendió, que los jugadores se abrazaron a la idea y confiaron en ella. Ningún sistema funciona si los protagonistas no están convencidos del rol que les toca. Está claro que los jugadores se convencieron de que su destino en Brasil era convertirse en mosqueteros. Todos para uno y uno para la Argentina. Y las cosas cambiaron.
En plena competencia, Argentina adquirió una identidad. El talento de los fantásticos se subordinó al objetivo. Lavezzi y Palacio aceptaron jugar de volantes, Federico Fernández y Gago resignaron la titularidad sin patear ningún tablero; Higuaín corrió a todos los defensores hasta que no dio más. Y Messi, quien había declarado que prefería el 4-3-3, no volvió a abrir la boca. La cerró y trató de dar lo mejor de sí.
Con esa nueva identidad llegaron los resultados positivos. Y de la mano, la empatía de los dos países: el futbolero y el que descubre el Mundial cada cuatro años. Ese equipo en el que todos corren, todos ponen, en el que se juega hombro con hombro y nadie flaquea, prendió en la gente. La Argentina de la inspiración pasajera, del talento individual, mutó en un equipo de todos con reminiscencias de un pasado tan impreciso como añorado. Y en la mitad de la cancha, equilibrando la balanza, Mascherano encarnó un héroe prototípico. El jugador símbolo. El tatuaje de las nuevas generaciones.
Sabella machacó con dos necesidades: saber ocupar los espacios y no regalar la pelota. Obedientes, sus hombres se distribuyeron correctamente en la cancha. Las líneas, que antes se comunicaban por señales de humo, se acercaron hasta casi tocarse.
Se terminó la lluvia de goles propios, pero a la vez se secaron los pozos rivales. Lo sufrió Alemania, una máquina ofensiva frustrada por el orden, los anticipos, los cruces y la solvencia de zagueros y volantes. Hasta que Götze hizo un gol propio de messilandia y a otra cosa. Las caídas suelen reducir a los derrotados a escombros. Argentina no se desmoronó en Brasil y esa es la evidencia de la solidez alcanzada durante las últimas semanas del Mundial. Más aún; la identificación de los hinchas con ese equipo capaz de jugarse las tripas en cada acción le hizo subir las acciones mucho más de lo imaginado. Tanto que en cada rincón del país se le rindió homenaje con el festejo más allá del 0-1. Sorprendente y feliz epílogo, teniendo en cuenta la génesis de esta aventura. Nada mejor que el trabajo en equipo para ponerle el pecho a los desafíos.
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