La Habana, la “Oslo” de América

Por Carlos Duguech - Columnista internacional.

02 Enero 2015
Oslo, la capital noruega, la sede del “Comité del Premio Nobel de la Paz”, viene configurándose desde hace tiempo como el emblema de la ciudad del “diálogo por la paz”. Allí comenzaron conversaciones secretas entre delegados del gobierno de Israel y de las organizaciones palestinas. Los llamados “Acuerdos de Oslo” que se suscribieron entre las partes (1993) mostraron una emblemática fotografía. Recorrió las primeras planas de los diarios de mundo a instancias notorias de un eufórico Bill Clinton: el primer ministro israelí, Isaac Rabin estrechaba la mano de Yaser Arafat, líder de la OLP.

Sucedió a este acuerdo el llamado “de Oslo II”. Luego de dos décadas ambos quedaron como hitos de una estructura débil que les quitó toda significación en la realidad del conflicto. Por otra parte, todavía tiene vigencia -afortunadamente- el espíritu que sobrevoló la rueda de prensa celebrada en un hotel de Oslo entre representantes del Gobierno colombiano y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en octubre de 2012. Objetivo: propiciar un diálogo por la paz que pudiera cerrar el círculo de violencia de más de 50 años que soporta Colombia.

Un representante de Cuba, participante de la rueda de prensa, informó que las conversaciones se celebrarían en la capital cubana a partir de noviembre de 2012.

Así es como La Habana viene desde hace dos años albergando una de las experiencias más valiosas en el continente americano sobre un conflicto entre fuerzas rebeldes y un gobierno. Conflicto que viene arrastrando más de cincuenta años de trágicos hechos que afectaron a Colombia hondamente.

A este hecho extraordinario que se perfila de ese modo con los acuerdos parciales que se van logrando entre las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos, presidente de Colombia se suma, no obstante, un cuestionamiento: el del ex presidente Álvaro Uribe, muy cercano a los dictados estadounidenses, en su tiempo. Pero, también, se suma un acontecimiento largamente esperado por casi la totalidad de los países del mundo: la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba que se quebraron en 1961.

Vale tener presente lo expresado por las FARC, desde La Habana, que en poco tiempo albergará nada menos que a una embajada de los Estados Unidos, con todo lo que ello supone: “Esperamos que esta liberación suponga el inicio de una nueva época en las relaciones entre los Estados Unidos y los pueblos soberanos del continente americano, donde el respeto a la soberanía nacional prevalezca y nadie sea castigado por hacer valer el derecho a la autodeterminación, o por luchar contra la injusticia”. Hay que tener presente el contexto histórico de los últimos años, con el gobierno de Uribe, antecesor de Santos.

El secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, durante una visita a Colombia se manifestó complacido. Puso de manifiesto la esperanza de Washington de que los diálogos de paz del Gobierno colombiano con las FARC, que se desarrollan en La Habana desde hace dos años, se activen aceleradamente ya que “el tiempo apremia”. Y cerró con una expresión esperanzada: “que 2015 sea el año de esa paz”.

Hoy resulta extraño -y a la vez con una luz nueva no vista antes de ese modo en las relaciones internacionales en América- que nada menos que en La Habana se celebren acuerdos de paz con el grupo guerrillero más antiguo del continente (FARC). Y con un gobierno tan ligado en tiempos recientes a los intereses estadounidenses (El “Plan Colombia”, duramente cuestionado por la injerencia militar de EEUU en la región). Y que todo ello se concrete en el ámbito de una ciudad, La Habana, que seguramente ya se apresta a saberse sede de la embajada de los que nunca dejaron de oír el tintineo de “yanquis, go home”.

Con estos acontecimientos que enlazan a Estados Unidos y Cuba amigablemente, Barack Obama empieza a dar señales de que está ejerciendo el único rol que debe motivar su accionar en los dos últimos años en la Casa Blanca: ser un estadista. Mucho más que un triunfador electoral por los demócratas y un oponente de los intereses y proyectos de los republicanos. Al perder el control del Capitolio, no puede ser menos que un estadista. Por su país. Y para el mundo.

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