Sábado por la noche. Una fuerte lluvia cae en Tucumán, de esas típicas de verano. Decidís hacer algo para matar el tiempo y llegás a la conclusión que tu mejor opción es ir a cine, en lo posible (bien) acompañado. Sin dar tantas vueltas, invitás a esa persona que tanto te interesa. Sabés que el tiempo es el ideal para ver una buena película, pero también te das cuenta que -como vos- muchos elegirán la misma opción. La sala estará llena. Pero no te importa.

Llegás al lugar y te sale el caballero de adentro. Pagás las entradas, los pochoclos, las gaseosas (adiós $ 240) y buscás -siempre- la mejor ubicación. ¡A disfrutar! Pero es en ese instante que arranca la primera parte de la odisea en el cine. Es la previa, cuando la película aún no ha comenzado y las risas, selfies y conversaciones de todas las personas en la sala se hacen un zumbido constante, con la mezcla de esas publicidades interminables que se ven en la pantalla. Pero cuando las luces se apagan, el silencio es obligatorio. Aunque muchas veces, ahí, en ese momento, aparecen los típicos “sonidos del silencio”.

Porque siempre en una sala repleta, lista para ver un buen filme, salen a la luz, en medio de la oscuridad, los diferentes personajes anti-cinéfilos. Podemos enumerar a uno por uno, de menor a mayor. Por ejemplo, los que van en grupo (generalmente son los más jóvenes) y hacen las típicas bromas infantiles que hasta cierto punto soportás, pero llega un momento que te das la vuelta y le pedís por favor que no molesten más; o la clásica pareja que habla y se besa constantemente; esa infaltable señora que comenta escena por escena, en voz baja, pero la escucha todo el mundo; y el que se cree crítico. Pero el peor de todos es el popular molesto con los ruidos de los pochoclos, que se lleva una y otra vez a su boca las “palomitas de maíz” con ese crujido insoportable que, para males, los combina con un destape reiterado de su gaseosa.

Esto sucede muy seguido en cada sala de algún cine del país. Sin ir más lejos, en 2012, en Córdoba, un hombre agarró a trompadas a otro por hacer ruido al comer pochoclos. “Me cansaste”, le dijo. Y lo golpeó. ¡Kaplum!

Pero tranqui. Una vez que termina la película y aparecen los créditos, todo vuelve a la normalidad; es cierto, no faltan los que aplauden al final (¿es necesario?). No importa, has superado con éxito esos sonidos en medio del silencio y has disfrutados (a medias) la película. Pero cuando te retirás con tu acompañante, bajo esa lluvia que no paró durante todo el día pero fue tu excusa perfecta para ir con alguien, la sonrisa dibuja tu mejor rostro. Más si de fondo se escucha en la radio -mientras volvés a casa- el clásico de Simon & Garfunkel que titula este tema libre.

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