No vale ninguno de los lugares comunes en torno a los recitales para describir lo que sucedió el martes en El Sifón. No vale decir, por ejemplo, que Bruno Arias convocó a una multitud: muchos vecinos lo saludaron y lo escucharon cantar, sí, pero en el momento más masivo del show la concurrencia no superaba la centena. No vale decir que el folclorista hizo delirar a su audiencia; hubo palmas, algún atisbo de baile, saltitos alegres y una buena predisposición para corear los estribillos, aunque todo esto repartido en grupos dispersos y nómades. No se puede decir tampoco que el frío no fue obstáculo. Las bajas temperaturas y la llovizna de esa mañana habían hecho suspender el espectáculo durante algunas horas y, aunque luego se restableció con la resolana, el amague se cobró una víctima: la Orquesta Chivo Valladares -que acompaña a Arias en esta iniciativa del Julio Cultural- no llegó a organizar su traslado y se quedó fuera de la actividad.
No se ajustan aquí ninguna de las frases hechas que generalmente se ajustan a los espectáculos exitosos. Y, sin embargo, Arias demostró que no hacen falta multitudes, que no hacen falta delirio ni calor, para bajarse de un escenario con la certidumbre de haber impactado en el otro. En el lugar menos común para un recital (una plaza aún sin nombre en el centro de El Sifón), Arias desechó los lugares comunes y, en cambio, fue el motor de un espectáculo tan atípico como generoso.
Selfies con las doñas
El sol es de utilería cuando el auto que transporta a Arias llega a esa plaza que hasta hace muy poco fue basural. El jujeño instalado en Buenos Aires (el kolla en la ciudad, como lo define su último disco) ha dicho hasta entonces pocas palabras: que la orquesta que dirige Rony López es una de las más afinadas con las que ha tocado; que en el barrio ATE lo han recibido con formidable entusiasmo el día anterior, que no han parado de llamarlo desde que llegó a Tucumán para invitarlo “de onda” a distintos eventos. Y en su teléfono se zambulle precisamente hasta que el fin del pavimento en la calle Asunción al 1.500 le hace intuir que está cerca, que el barrio está cerca.
Así es, en efecto. Hay que doblar sólo una esquina para encontrarse con la evidencia: un pasacalles que dice en letras grandes Bruno Arias, que dice en letras grandes Cultura Viva Comunitaria, la iniciativa impulsada por la Secretaría de Extensión de la UNT a través del Virla que, acercando a artistas nacionales a vecindarios emergentes, pretende descentralizar los eventos culturales. Pero lo de Arias trasciende cualquier directiva, cualquier idea precedente. Nunca antes ha pisado El Sifón, pero cuando baja del auto lleva la seguridad del que conoce por dónde camina.
Saluda a Irma Monroy, la referente barrial que ha servido de nexo entre los organizadores y los vecinos, sonríe ante sus agradecimientos, ante su sincera euforia. Posterga para más adelante la oferta de chocolatada, delicia que se está preparando en el centro cultural Los Pibes, frente a la plaza, y que ha garantizado la presencia de decenas de chicos. “Sí, cómo no”, contesta cuando un hombre se acerca junto con sus dos hijos y le cuenta que han venido especialmente desde la Banda del Río Salí para cantar con él. Distingue en una esquina a un grupo de adolescentes, no se intimida ante la apatía inicial en sus miradas, supera la distancia con unos pocos pasos. Conversa brevemente con ellos; a lo lejos no se escucha lo que dice, pero se ve claramente cómo va despuntando sonrisas aquí y allá, cómo transforma la indiferencia en confianza, y al rato ya todos parecen animados y hasta se abrazan entre sí. Se agacha para posar con algunos niños que juegan en las hamacas y desde allí sondea a quienes todavía esperan su turno para la foto. “Una selfie con las doñas también”, apura, y las doñas se ríen nerviosas, balbucean palabras entrecortadas por la admiración y el entusiasmo.
Pronto una de ellas se separa de las otras, le apoya una mano en el brazo, lo invita a su casa: quiere mostrarle algo. “La primera persona ajena a mi familia en ver esto sos vos”, dice Adriana Ramos mientras abre la puerta y a los ojos del cantor saltan cuatro paredes pintadas de muchos colores y, colgados de ellas, distintos adornos (un arbolito de Navidad, macetas, cuadros) hechos con cartón y plástico. “Me gusta el arte, me hace bien. Mi hijo me decía que estaba loca mientras pintaba esto, ¿verdad que no, Bruno? ¿Te gusta, Bruno?”. Arias no sólo le da la razón, sino que la invita a hacer un cuadro durante el recital y, aunque Adriana dirá que no, se nota que la sola oferta la ha reconfortado.
Y, a diferencia de todos los recitales del mundo, lo último es cantar. El jujeño larga el espectáculo casi sin preámbulos (apenas pide que se “hagan palmitas”) y, con la misma alegría con que actuaría en un estadio repleto, recorre una docena de canciones que intercala con bromas a una audiencia que no necesita de micrófonos para sentirlo cercano. “¡Para todos los sifoneros! Vamos a hacer unas chacareras, a ver si se animan a bailar”. Unos pocos se animan, sí, el resto acompaña con aplausos o, en el caso de los chicos de la esquina, con miradas de aprobación. Disfrutan de las canciones, conocen sus letras y las cantan, pero para casi todos el verdadero show de Arias -su verdadera ofrenda- ha tenido lugar antes, con la sensatez de sus sonrisas, con la calidez de sus abrazos. Un repertorio inédito, pero el más acorde para un show fuera de lo común.