12 Enero 2016
Ningún premio hace a un deportista mejor de lo que es y mucho menos a Lionel Messi, cuya carrera futbolística ya podía haberse cerrado sin mella a su dimensión. Pero en todo caso, el hecho de que haya vuelto a ganar el Balón de Oro supone una invitación a examinarlo en algún aspecto específico.
Examinarlo, por ejemplo, en su relación con todo lo que atañe al modo con que se lo evalúa, incluidos los premios y el natural runrún que conlleva ser, justamente, Messi.
Tal parece, y eso desde las ya lejanas horas de su aparición en la Primera de Barcelona (cuando su sola presencia en la cancha nos transmitió la sensación de que había refundado la redondez de la pelota), que Messi no le da más importancia de la que tiene al hecho de ser quien es y tampoco dispensa mucha energía en batallas que no reconoce como propias, que lo incomodan y a lo sumo estimulan en él su “yo, políticamente correcto”.
Sí, es su yo políticamente correcto, una especie de concesión a las arenas periodísticas, a los periodistas, a los modos más punzantes y voraces de las prácticas periodísticas y de los periodistas, el único motivo que cada tanto lo inspira a responder los temas más picantes, más insidiosos, los portadores de incordio.
Si pudiera, si le fuera concedida la gracia, el mundo de Messi empezaría y terminaría en correr tras la pelota, hacer y ayudar a hacer montañas de goles, levantar las copas que haya que levantar, pasar mucho tiempo con su familia, abandonarse a ocios variopintos y, desde luego, degustar las milanesas con papas fritas de su madre, el irresistible manjar poco afín a los deberes de un deportista de elite que allá lejos generó preocupación y una severa intervención del cuerpo técnico de Barcelona.
Si pudiera, si le fuera concedida la gracia, en lugar de recibir el Balón de Oro y sonreír para las cámaras, para las fotos, para el trendic topic, tal vez hoy se hubiera quedado en su casa, abocado a su sencilla rutina en clave de asombrada despreocupación borgeana: “dicen por ahí que la gente compra los libros de un tal Borges”.
¿Dónde residen los afanes competitivos de Messi? Pues residen en el rito que se consuma en 105 metros por 70 y deviene inaugural cada vez que comparte delicias con la esfera número 5.
Ahí nacen y ahí terminan. He ahí su horizonte. He ahí su límite.
Messi no rivaliza ni con Neymar, ni con Cristiano Ronaldo, ni con cinco “CR7”, ni con 10 “CR7”. Messi se siente a salvo de las pendencias de los reyes de la selva del siglo XX. Pelé, tan perseguido él, escupe algún rencor en Brasil, y Diego Maradona, tan iracundo él, repele desde Dubai, y Messi muy campante, ajeno a esos y otros litigios, los de los escalafones históricos, los de las varas de las estadísticas, de las cuentas saldadas y por saldar, los de los gustos, los de cantar el himno o no cantar el Himno, los de quienes pretenden pegar en su frente una u otra etiqueta.
¿Es Messi una foja poblada de números de fábula? Sí.
¿Es Messi un acaparador de balones de oro? También.
¿Es Messi un reparador de sueños y a la vez el destinatario del encono de los fiscales del vaso medio vacío? Messi es todo eso y mucho más, pero sobre todo, es la extenuación de los adjetivos, el genio de la biografía provisoria, el luminoso colmo de su época.
Examinarlo, por ejemplo, en su relación con todo lo que atañe al modo con que se lo evalúa, incluidos los premios y el natural runrún que conlleva ser, justamente, Messi.
Tal parece, y eso desde las ya lejanas horas de su aparición en la Primera de Barcelona (cuando su sola presencia en la cancha nos transmitió la sensación de que había refundado la redondez de la pelota), que Messi no le da más importancia de la que tiene al hecho de ser quien es y tampoco dispensa mucha energía en batallas que no reconoce como propias, que lo incomodan y a lo sumo estimulan en él su “yo, políticamente correcto”.
Sí, es su yo políticamente correcto, una especie de concesión a las arenas periodísticas, a los periodistas, a los modos más punzantes y voraces de las prácticas periodísticas y de los periodistas, el único motivo que cada tanto lo inspira a responder los temas más picantes, más insidiosos, los portadores de incordio.
Si pudiera, si le fuera concedida la gracia, el mundo de Messi empezaría y terminaría en correr tras la pelota, hacer y ayudar a hacer montañas de goles, levantar las copas que haya que levantar, pasar mucho tiempo con su familia, abandonarse a ocios variopintos y, desde luego, degustar las milanesas con papas fritas de su madre, el irresistible manjar poco afín a los deberes de un deportista de elite que allá lejos generó preocupación y una severa intervención del cuerpo técnico de Barcelona.
Si pudiera, si le fuera concedida la gracia, en lugar de recibir el Balón de Oro y sonreír para las cámaras, para las fotos, para el trendic topic, tal vez hoy se hubiera quedado en su casa, abocado a su sencilla rutina en clave de asombrada despreocupación borgeana: “dicen por ahí que la gente compra los libros de un tal Borges”.
¿Dónde residen los afanes competitivos de Messi? Pues residen en el rito que se consuma en 105 metros por 70 y deviene inaugural cada vez que comparte delicias con la esfera número 5.
Ahí nacen y ahí terminan. He ahí su horizonte. He ahí su límite.
Messi no rivaliza ni con Neymar, ni con Cristiano Ronaldo, ni con cinco “CR7”, ni con 10 “CR7”. Messi se siente a salvo de las pendencias de los reyes de la selva del siglo XX. Pelé, tan perseguido él, escupe algún rencor en Brasil, y Diego Maradona, tan iracundo él, repele desde Dubai, y Messi muy campante, ajeno a esos y otros litigios, los de los escalafones históricos, los de las varas de las estadísticas, de las cuentas saldadas y por saldar, los de los gustos, los de cantar el himno o no cantar el Himno, los de quienes pretenden pegar en su frente una u otra etiqueta.
¿Es Messi una foja poblada de números de fábula? Sí.
¿Es Messi un acaparador de balones de oro? También.
¿Es Messi un reparador de sueños y a la vez el destinatario del encono de los fiscales del vaso medio vacío? Messi es todo eso y mucho más, pero sobre todo, es la extenuación de los adjetivos, el genio de la biografía provisoria, el luminoso colmo de su época.