¿Es el ocaso de Donald Trump?

21 Octubre 2016

Nicolás Solari - Analista de Poliarquía (Para LA GACETA)

El miércoles por la noche se celebró el último debate presidencial entre Hillary Clinton y Donald Trump. Aunque esperado, el debate entre ambos candidatos se presentaba mediáticamente menos convocante que sus dos versiones anteriores. Los candidatos, en abierto pie de guerra, no se saludaron al ingresar al escenario ni al abandonarlo, todo un símbolo de la belicosidad que ha marcado esta campaña electoral tan atípica en los Estados Unidos.

La primera parte del debate transitó sin sobresaltos. Donald Trump, quien reconoció haberse entrenado especialmente con su equipo de campaña, lució inusitadamente calmo y comedido, y defendió con argumentos más o menos clásicos las posiciones tradicionales del electorado conservador. Hillary Clinton, por su parte, cumplió con el guión de cualquier buen candidato demócrata, proponiendo la continuidad de las políticas del presidente, Barack Obama, y defendiendo los derechos de las minorías.

El enfrentamiento dialéctico discurrió con naturalidad y parsimonia en torno a la composición de la Corte Suprema, el derecho de los ciudadanos a poseer y portar armas, el plan de salud ‘Obamacare’, la política migratoria, los planes asistenciales, el derecho al aborto y la política exterior.

En la segunda parte del debate los ánimos se fueron crispando. Clinton acusó a Trump de ser un ‘chirolita’ (puppet) del presidente ruso, Vladimir Putin. El republicano, por su parte, calificó a Clinton de mentirosa y de haber infiltrado sus actos de campaña para generar violencia. Finalmente, Trump no pudo con su genio y volvió a dar la nota al advertir que los demócratas podrían fraguar el resultado de la elección.

Al respecto, sostuvo que los medios de comunicación están corrompidos, que Hillary Clinton debería estar presa y que aún no ha definido si aceptará el resultado de los comicios en caso de ser derrotado. Estas polémicas declaraciones, muy propias de la campaña que ha conducido el candidato republicano, probablemente hayan funcionado para cohesionar y re-energizar su base de votantes, aunque parecen incongruentes con el que debería ser el objetivo central de esta parte final de la campaña: seducir a votantes indecisos y recortar la desventaja que marcan las encuestas.

La insinuación de Trump sobre la potencialidad de un fraude generalizado que le arrebate la Presidencia fue descartada de plano por el presidente, Barack Obama, dirigentes demócratas y republicanos y especialistas electorales.

El sistema electoral estadounidense está descentralizado en los cincuenta estados y cientos de municipios del país, por lo que un fraude orquestado a nivel nacional es prácticamente imposible.

De todos modos, los simpatizantes de Trump han advertido que formarán grupos de ciudadanos para monitorear los centros de votación, lo que naturalmente despierta suspicacias sobre eventuales presiones de los partidarios de Trump a votantes inexpertos con determinados perfiles raciales y/o culturales.

Del mismo modo que en el primer debate (con la amenaza de encarcelar a Clinton) y en el segundo debate (con su negativa a disculparse tras sus declaraciones sexistas), Trump volvió a quedar en el ojo del huracán mediático que atiza al electorado estadounidense.

Es, según los estudios de opinión pública, una mala noticia: las encuestas registran, para ambos candidatos, una relación directa entre mayor presencia en los medios y caída de la aprobación. Moderar declaraciones y “no hacer olas” hubiera sido probablemente el mejor consejo que cualquier consultor político podría haber dado en esta última parte de la campaña.

A menos de 20 días de la elección, la presión está en el campo de Donald Trump.

Las tensiones internas son evidentes entre el candidato presidencial y los popes del Partido que solo aspiran a conservar el control del Congreso. El desafío de Trump y los republicanos, para al menos mantener sus chances, es convivir armónicamente hasta el 8 de noviembre. ¿Lo lograrán? (Especial)

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