Juan Viroche se fue al cielo

La muerte del párroco de Delfín Gallo ha mostrado lo que muchos han pretendido ocultar: el crecimiento del narcotráfico en esa ciudad de olvidados. "Desde los 14 años, los pendejos andan como sonámbulos".

BARRO Y TIERRA. La comuna parece olvidada, en medio de calles desparejas y con “lagunas” tras los días de lluvia. la gaceta / fotos de antonio ferroni BARRO Y TIERRA. La comuna parece olvidada, en medio de calles desparejas y con “lagunas” tras los días de lluvia. la gaceta / fotos de antonio ferroni

Cuando explota una bomba de estruendo en Delfín Gallo, todos saben que ha llegado la droga. Que en un rato, detrás de esa callejuela sin salida, se juntará una manada de jovencitos que ha oído el llamado. Que comprarán cuanta porquería barata les ofrezcan. Después, cuando se haga de noche y el resto de los pobladores se encierre, ellos andarán afuera; viboreando arriba de las motos; robando lo que alcancen a sacar de los patios y drogándose, hasta quedar como muertos vivos. Porque eso es lo que son: muertos en vida.

- Son zombies, mami. Y si te descuidás, te sacan todo. Pero de eso no vamos a hablar. Es un compromiso meterse con esas cosas. Mientras Juan daba la misa, le tiraban petardos afuera de la iglesia; se le burlaban -cuentan dos mujeres. Son las ocho de la mañana. A esta hora, la plaza principal es caminada por madres con niños a los que su edad no les alcanza para entrar a la escuela. El hombre al que se refieren es Juan Viroche, el cura al que encontraron ahorcado, dos semanas atrás, en una parroquia de La Florida, una localidad pegada a Delfín Gallo. La noticia estalló en los medios de prensa de todo el país, porque el sacerdote denunciaba que a los jóvenes de ambos parajes -en los que ejercía su ministerio- los estaban enviciando. Las informantes piden que no se escriban sus nombres. Eso sería peligroso, advierten. ¿Miedo? Sí, eso es lo que sienten. "Al cura lo han muerto, mami. Lo del suicidio fue armado. Matar al cura no es callar al cura. Es callar al pueblo. Él era nuestro referente. Con esto, le han dicho al pueblo que se calle", agregan.

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De a poco, la mañana empieza a bullir. Cada tanto pasa algún vehículo: un Peugeot 404, un Ford Falcon, un Renault 12. Los beneficiarios de los planes sociales otorgados por el Estado palean el barro. Lo quitan de un lado y lo echan en otro. Da igual, porque aquí el barro se pisa por doquier. Desde que se acuerdan, la vida ha sido así: rústica. Pero un par de años atrás, las cosas cambiaron. "Entró uno que empezó a vender, y pervirtió al resto. Desde los 14 años, los pendejos andan drogados", declaran las mujeres.

La comuna de Delfín Gallo se encuentra en el departamento de Cruz Alta, hacia el este y a unos 10 kilómetros de la capital provincial. Hasta 1966, era un pueblo de pujanza, que crecía alrededor de sus tres ingenios: La Esperanza, Luján y El Paraíso. Pero desde agosto de ese año, cuando el Gobierno militar apagó las chimeneas de esas y de otras fábricas azucareras de Tucumán, la prosperidad se ha ido transformando en miseria. Los pobladores no tienen supermercados, estaciones de servicio o cajeros automáticos. Ni siquiera amasan su propio pan, sino que lo traen de otras localidades. Y ese pareciera ser el ejemplo más evidente de la falta de trabajo genuino. 

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Entre sus colonias y barrios, desparramados entre los cañaverales, habitan unas 16.000 personas. Si uno nunca ha estado allí, lo primero que le llama la atención son esas ausencias. En torno a la plaza, que ocupa un cuarto de manzana, no hay, tampoco, ni un bar o pulpería. Apenas una carnicería con una cortina hecha de tiritas de plástico, un almacén llamado "Kevin" y una tienda de ramos generales. El edificio de la comuna, la iglesia y una comisaría (la misma de la que, dos meses atrás, se fugó José "Pico" Peralta, un supuesto narco que ni ningún juez sabía que estaba detenido en este confín) completan el paisaje céntrico.

Lo segundo que causa asombro son las moscas: en Delfín Gallo, se te pegan en la boca, te revolotean sobre los ojos, se posan en tu cabeza. Dirá más tarde José Luna -un funcionario de la comuna- que eso viene ocurriendo desde que comenzaron a regar los cañaverales con vinaza, hace un tiempo. Pero eso será más adelante. Ahora cuenta que las estadísticas que maneja el gobierno local indican que, del total de habitantes, unos 5.000 son jóvenes de entre 14 y 20 años. En su mayoría, no han terminado el secundario. Los adultos trabajan en los campos de limón,  caña de azúcar y arándano. Cuando acaba el tiempo de la cosecha, se vuelven desempleados o migran a otros sembradíos. La comuna emplea a unos 400 trabajadores.

Antonia Dolores Maza es la hija del delegado comunal, Osvaldo Antonio Maza. Se presenta a sí mísma como la encargada de la oficina de rentas, pero en estos momentos no se encuentra haciendo números, sino en un rancherío de niños con mocos. Les indica a sus ayudantes que regalen dos camas. Después responde a las preguntas: "es cierto lo que dicen los vecinos. Acá, los jóvenes no tienen qué hacer. Dejan la escuela y andan robando. Los policías colaboran como pueden. Pero son tres y no alcanza. El cura daba la vida para que los chicos dejen de drogarse. Ahora, nosotros tenemos que seguir su lucha".

- ¿Y cómo piensan hacerlo? ¿Qué medida han implementado?

- Medida puntual... ninguna.

Son las 10 y sopla un viento frío, que no se condice con la tibieza de los octubres tucumanos. Roxana quita el cerrojo de su tienda, para dejar entrar a unos clientes. La televisión está encendida y el canal de noticias "Crónica TV", de Buenos Aires, pone imágenes del cura y un título en letras rojas, que dice: "A Viroche lo mató la mafia narco". Entonces ella y las otras personas enmudecen para oir a un periodista decir que algunos no creen que el cura se haya colgado, como propone la pericia policial. "Este era un lugar tranquilo. Pero eso se acabó cuando llegaron los narcos. El padre Juan fue el único que tuvo el valor de luchar contra ellos. Por eso, lo amenazaban. Por eso, también, no te puedo dar mi apellido. Tengo muchísimo miedo", dice.

Los parroquianos sugieren que en las barriadas linderas a las plantaciones, la gente se atreverá a conversar con soltura. Aquí no. Y es que justo allí dentro -señalan hacia un negocio situado enfrente- hay uno que vende. Uno que anda empistolado. Uno que corrompe. Era su compañero de colegio, cuentan. "¡Miralo ahora! Tiene camioneta, auto y moto. Pero es vivo: él no se droga; vende para hacer daño nomás". 

Como suponían, en los caseríos rurales la gente habla con menos resquemor. Sara Ibáñez es la peluquera del pueblo. Toda una vida de sacrificios para mantener a su familia. Y ese sacrificio no ha cesado, pues aún paga la cuota de un colegio privado para su hijo adolescente. Quiere alejarlo de las malas influencias, explica. Sara señala un banco de cemento colocado en la vereda de su casa. Antes -dice- se sentaba en las noches de verano, a tomar fresco. Ahora, oscurece y se encierra. Mientras espera el colectivo que lo llevará a una finca, Ramón Vázquez opina que el problema es la falta de trabajo: "como el changuerío no tiene qué hacer, consume". Blanca Villagra dice que, si hubiera sabido que esto iba a pasar, se habría marchado mucho antes. Hoy, a sus 74 años, no tiene dónde ir. Víctor Hugo Tejada añade que todos saben quiénes venden. "Son nacidos y criados aquí. Pero nadie se anima a culparlos.. Nos están matando a nuestros hijos". Lucrecia García no cree que el cura haya tenido amoríos y que se haya matado por alguna razón devenida de esas relaciones, como propone una de las líneas de la investigación: "a esa que dice que iba con él al hotel, la han puesto. ¡Qué iba a andar con esa demente!", exclama.

Viroche formaba parte del movimiento de curas villeros, como se conoce, popularmente a los párrocos que trabajan en las barriadas. En concreto, integraba la Pastoral de las Adicciones de Tucumán. Pese a las sospechas de sus fieles, la Justicia se inclina a pensar que se sentía acongojado por algún problema sentimental. Y que, por eso, se quitó la vida. 

A estas alturas, y pese a las contradicciones entre los investigadores y los pobladores, a uno le queda claro que Delfín Gallo era, no mucho tiempo atrás, un pueblo de campo. Pobre. Pero recto, inocente. Hasta que un día, entró la droga. Y se propagó como una gripe. Juan Viroche era el único representante de una institución que intentaba contener a sus habitantes. Tras su muerte, los pueblerinos sienten que han quedado solos en ese infierno.

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