Ya hay un muro a lo largo de unos 1.100 km de la frontera entre Estados Unidos y México

La frontera entre los dos países se extiende por más de 3.000 kilómetros. Casi la mitad de ellos están divididos por un muro.

COMO UNA CORTINA METÁLICA. Una imagen del muro vista desde Nogales, una de las ciudades fronterizas. Bryan Denton para The New York Times COMO UNA CORTINA METÁLICA. Una imagen del muro vista desde Nogales, una de las ciudades fronterizas. Bryan Denton para The New York Times
17 Febrero 2017


Nicholas Kulish, Caitlin Dickerson y Charlie Savage / The New York Times
Nicholas Kulish, Caitlin Dickerson y Charlie Savage / The New York Times


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Pasa por los desiertos cenagosos de Sonora, donde crecen cactus que parecen tubos de órgano. Más al este, pesados marcos de acero en forma de X atraviesan kilómetros de praderas, como marcadores de campo de batalla. En Texas, las barras pintadas de rojo que forman parte de la barda fronteriza son frías, duras y ásperas al tacto. En Tijuana, dos vallas -una vieja y otra reciente- se hunden hasta el mar, donde las olas corroen el metal apuntalado.

La frontera entre Estados Unidos y México se extiende a lo largo de casi 3.200 kilómetros por cuatro Estados: California, Nuevo México, Arizona y Texas. Donde ya hay barda (unos 1.120 km aproximadamente), la tierra y el pasto a su alrededor cuentan las historias de quienes tratan de cruzarla, de quienes la patrullan y de quienes viven junto a ella.

Hay viejos teléfonos celulares entre las vigas. Bolsas de plástico rasgadas por el viento que contienen pasta y cepillos de dientes. Ropa desechada. Semillas de girasol regadas, escupidas por los agentes de la Patrulla Fronteriza que dentro de sus vehículos observan y observan y observan.

Unos 60 kilómetros más allá de Ciudad Juárez, el muro de malla metálica termina abruptamente, como una idea a medio hacer. El resto de la frontera está marcada por el río Bravo. Sin embargo, cientos de kilómetros del campo texano, incluido el Parque Nacional Big Bend, carecen de una barrera hecha por el hombre.

En Tijuana, dos bardas fronterizas recorren la longitud de la ciudad: una es de metal corrugado, oxidado por el tiempo, y, a unos cuantos metros de distancia está un cerco de metal denso, coronado con alambre de púas. Los muros pasan por las casas, rutas y parques antes de hundirse en el océano. Un habitante recordó que muchos emigrantes se ahogaron porque se los tragaron las olas cuando trataban de cruzar.

Nostalgia y furia

“Levantar dos muros o tres muros, no es importante. Quienes quieren cruzar, van a cruzar”, afirma Roberto Ramírez, de 46 años. Recuerda cuando no había muro, solo cables tendidos entre postes para marcar la división. Los niños jugaban fútbol en el campo mientras los padres sembraban tomate. Ahora, con dos muros, Roberto se pregunta cuál sería el sentido de que haya otro. La desesperación que obliga a los emigrantes a buscar oportunidades en Estados Unidos no se detendrá con barreras físicas, dice, sin importar lo grandes ni lo numerosas que sean.

Como una cortina metálica, el muro atraviesa las colinas de Nogales, ciudad fronteriza donde las largas filas de vehículos y personas a pie hacen el recorrido cotidiano de lado a lado. El muro aquí está hecho de barras de acero altas. “Durante cada año de mi vida ha crecido este muro. Yo no sé, parece que la distancia entre nosotros solo sigue creciendo”, sostiene José Pablo Sánchez Carrillo, de 18 años. Vive junto al muro en la colonia Buenos Aires, donde creció. Se enfurece con la idea de que se fuerce a México a pagar un muro nuevo. Recientemente, habló con amigos sobre la promesa del presidente Donald Trump de cobrárselo a México. “Se supone que este tipo es multimillonario, ¿cierto? Entonces, ¿por qué demonios no lo puede pagar él?”, increpa.

Al atravesar los desiertos, las montañas y los pastizales, el muro fronterizo cambia de paneles metálicos de seis metros de alto a chapas metálicas a lo largo de franjas de arena y a barreras en forma de X en las planicies. A unos 60 kilómetros de Ciudad Juárez, en un punto medio a lo largo de la frontera, la barda se detiene abruptamente. Muchas ciudades han quedado vacías por el crimen. En otras partes, hay tierras de cultivo.

“Si el presidente de Estados Unidos echa afuera a todos los mexicanos, ¿quiénes van a cosechar los campos?”, se pregunta Catarino Núñez, de 74 años, mientras labraba su tierra (un campo de trigo) y la preparaba para el riego. La heredó de su padre y la ha trabajado durante la mayor parte de su vida. Recuerda cuando levantaron el muro detrás de su parcela, y el efecto que tuvo en la migración y en la labor. Los emigrantes que pasaban hacia los campos estadounidenses se paraban y lo ayudaban con su cosecha. Ahora, encontrar ayuda extra se ha vuelto difícil.

Miedo a los cárteles


Pueblo pequeño y colonial, Guerrero se localiza a orillas del río Bravo. Aunque se lo nombró pueblo mágico -designación que otorga el gobierno federal para su preservación histórica-, el miedo persiste en las calles debido al incremento del crimen a lo largo de la frontera. Los habitantes dicen que han aparecido hombres armados y miembros de los cárteles en los últimos cinco años y han confiscado las tierras cultivables.

“De hecho, me alegra que estén construyendo ese muro porque, a lo mejor, ayudará a socavar todas esas actividades ilegales”, dice Enrique Cervera, de 78 años. Trabaja en el archivo del ayuntamiento de Guerrero. Recordó cuando los estadounidenses visitaban a sus familiares en Navidad, viajes que cesaron conforme aumentó la violencia. Como una especie de historiador, se toma con filosofía y buen talante la promesa de construir un muro, al menos cuando la compara con las hostilidades pasadas, como la guerra entre EEUU y México.

En Reynosa convergen las drogas, la inmigración ilegal y las armas. Han cerrado tiendas y si bien el principal cruce internacional sigue teniendo mucho movimiento, los habitantes dicen que ha bajado debido a la guerra territorial entre los cárteles. Los estadounidenses solían llenar los centros nocturnos, y los consultorios médicos y de dentistas estuvieron alguna vez llenos de pacientes estadounidenses, cuentan los habitantes.

“Habría muy pero muy pocos de nosotros allá si las fronteras estuvieran tan protegidas y vigiladas como están ahora”, reconoce Agustín Ramírez, quien opera tractores en maizales de las afueras de Reynosa. Admite que solía ser contrabandista de emigrantes. Vive a menos de un kilómetro del río Bravo. “Solíamos navegar este río todo el tiempo. A nadie le importaba. Nadie estaba vigilando. Todo eso ha cambiado. Ahora, atrapan a todos”, lamentó.

En El Paso, Texas, ciudad de 680.000 habitantes, la valla fronteriza se proyecta contra los barrios, parques y zonas residenciales donde alquilar un departamento cuesta 400 dólares mensuales. El muro es una estructura de tela de alambre de dos pisos puesto sobre un bloque de concreto y con capas de cercas de alambre más viejas frente a ella. Después de clases, la furgoneta de los helados hace sus rondas en paralelo a la barda, en la calle Charles.

“Estamos tan acostumbrados a ver cruzar a las personas que solo las vemos y decimos: ‘Ah, está bien’”, cuenta Mannys Silva Rodríguez, de 58 años.

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