Carlos Duguech
Columnista invitado
En la capital austríaca, tradicional nido del vals vienés, un día emblemático (14 de julio) para Francia -y el mundo entero, ¿por qué no?- se suscribió un acuerdo que en otro tiempo hubiera sido no menos que una utopía de la política internacional. Nada menos que Irán, el de los ayatollas, se aviene formalmente a suscribir un acuerdo con seis países. Los cinco con asiento permanente en el Consejo de Seguridad (CS) de la ONU más Alemania. De ahí la fórmula “Irán-G5+1”. Largos años de sospechas y cuestionamientos a la política armamentista nuclear que se suponía estaba encarando Irán. Por ello las sanciones económicas de la ONU y de algunos países, que significaron un deterioro en la economía del país persa. El acuerdo “desarma” a Irán de todo aquello que se venía preparando para una decidida política de transformarse en un país con dominio y posesión de armas nucleares, como EEUU, Gran Bretaña, Rusia, Francia, China, Pakistán, India, Israel y Nororea.
Un mérito de singulares características se alcanzó con el acuerdo que pretende aportar a la paz y a la seguridad internacional. Nadie imaginó que finalmente la república Islámica de Irán suscribiera semejante acurdo que todo dieron de llamar histórico. Nunca antes en la Historia tan primeros países como lo son los integrantes permanentes del CS (desde hace 70) años al que se sumó Alemania, acordaron solemnemente con un tercer país para una desarticulación del desarrollo de su programa nuclear militar. Un verdadero logro de la gestión política internacional, mérito de lo que llamo con entusiasmo una “diplomacia creativa”. Como lo fue la que alumbró, luego de cuatro años de intensas y por momento duras negociaciones en La Habana, un acuerdo definitivo entre los dirigentes de la FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y el gobierno del presidente colombiano Manuel, Santos. Nobel de la Paz 2016, precisamente por el logro de terminar con una guerra interna de más de cincuenta años. Un modelo a imitar para el largo y muy penoso enfrentamiento entre Israel con los palestinos y naciones árabes de loa región.
Nada sorprende ya
Si el presidente estadounidense se hubiera apoltronado en su sillón del salón oval de la Casa Blanca y hubiera hecho no más que un gesto de desdén por el acuerdo de Viena suscrito por Obama en nombre y representación legítima de su país, sin proferir el tipo de amenazas que son su metralla para asustar y doblegar, me hubiese sorprendido. Personalmente esperaba que Trump se subiera muy alto en el escalón de su soberbia narcisista. No me defraudó.
Su codo encallecido de tanto borrar pretende hacer desaparecer todo lo actuado por el gobierno de su país, que le antecedió. Nada de Obama le viene bien. ¡Nada pretende Trump!: ser el “padre refundador” de una “América como era”. Blanca, con muchos ricos contentos, con inmigrantes calificados, filtrados, bien lavados y enjabonados, cuanto más blancos mejor.
Entre las críticas al tratado suscrito en Viena y vigente desde 2016, Trump sugiere que Teherán incumple con algunas precisiones del pacto. Esto fue categóricamente desmentido por quienes tienen la responsabilidad de monitoreo: nada menos que la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA), que monitorea su implementación, dirigida por el japonés Yukiya Amano, sucesor de Mohamed el Baradei, Nobel de la paz 2006.
El más alto entre pares
Trump instala un estilo medieval: quiere ser monarca sobre los otros primeros ministros o presidentes de países como Alemania, Gran Bretaña, China, Rusia, Francia, tal como si fuesen algunos más de los estados de su país federal. Si no les conceden las modificaciones que quiere imponer en solitario sobre un tratado tan elaborado, se retira. El “chico malo” del juego. Olvida que es el presidente del país soberano que es y solo uno más entre los jefes de estado de otros seis países soberanos. Y que los demás “socios” en el pacto con Irán seguirán con lo comprometido formalmente en Viena, tal como ya se pronunciaron: con o sin los EEUU.
El aislamiento
De persistir Trump en su posición de desconocer el pacto con Irán, preparará el camino a la soledad del poder. Al aislamiento internacional, por primera vez en la historia moderna de los Estados Unidos, esa que arranca por el protagonismo de los años transcurridos desde el ataque japonés a las bases de Pearl Harbor hasta nuestros días. Y, probablemente, persistiendo en medidas contracorriente (Jerusalén es un indicio de cómo se empieza) podrá terminar como lo que se supone puede sucederle. Ya lo suscribí en columnas anteriores: el impeachment desde el Congreso o su renuncia a lo Nixon.