El sueño de Giacomo cruzó el océano

Un italiano que hace poco más de una década paseaba por Tucumán, en estos días es un emprendedor que levanta nueve habitaciones para los turistas y que exporta vinos a California, Italia y Estados Unidos. Conocía Tucumán por un libro y hoy hizo realidad un sueño que comparte con su nieto.

TRANSFORMACIÓN. En aquel desierto, hoy se levanta el hotel, los viñedos y una “alfombra” verde que se trajo de Paraguay. foto de gerardo iratchet / prensa turismo TRANSFORMACIÓN. En aquel desierto, hoy se levanta el hotel, los viñedos y una “alfombra” verde que se trajo de Paraguay. foto de gerardo iratchet / prensa turismo

Fue amor a primera vista. Cuando se encontraron no hubo dudas. Estaban hechos el uno para el otro. Era el oxígeno que necesitaba para disfrutar aún más de la vida. Vivían muy lejos uno del otro. El océano Atlántico los separaba. Los Valles Calchaquíes se cruzaban en medio. Sin embargo, apenas se paró en las tierras de Colalao del Valle, Giacomo sintió que era su lugar en el mundo. Que estaban hechos el uno para el otro. Sabía que Colalao lo iba a recibir con los brazos abiertos aunque él insistiera en “parlare italiano”.

Aquel día, Giacomo no estaba solo. Beatriz lo acompañaba. Eran dos turistas más que ya habían visitado tierras salteñas. Pero en Colalao había más paz, más tranquilidad. El espíritu aventurero y un libro los habían traído hasta Colalao del Valle. A Giacomo y Beatriz sólo les bastó respirar. El aire colaleño se coló en sus cuerpos mientras recorrían los valles en una moto. Intuyeron que iban a regresar. Y volvieron. Ya pasaron cuatro navidades juntos.

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En uno de esos regresos, Giacomo se desvió en el kilómetro 4.282 de la longilínea ruta 40; se metió campo adentro y mientras miraba a Beatriz le dijo: “mirá, allá va a estar la casa, aquí la pileta, más allá los viñedos“… y así fue describiendo, uno a uno, los espacios que sólo cabían en su imaginación.


Giacomo Spaini se sienta en un mullido sillón que está en el lugar donde sus sueños lo habían colocado. Se empuja los anteojos. Cierra los ojos y recuerda: “Allá en Italia leíamos novelas -historias, se corrige- muy tristes. Tan tristes que siempre alguien se moría. En una de ellas el autor hablaba de Tucumán”. Cuando Giacomo trae sus lecturas de Edmundo de Amicis y su famoso libro “Corazón” sonríe. Desparrama alegría en cada palabra como si estuviera disfrutando cada minuto de este romance con las tierras tucumanas.

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Abre los ojos, estira su mano y alza una copa sellada con la inscripción “Albarrosa”. Saborea un líquido amarillo. Su vino. Un torrontés que lleva el mismo nombre: “Albarrosa”. Después se sentará a cenar y volverá a brindar con un malbec que llena la copa de un rojo fuerte, como su sabor. Es otro “Albarrosa” como este europeo, dueño de varios restaurantes en su Italia natal, le llama al amanecer colaleño.


Para confirmar lo que dice -y lo que mira-, levanta su celular y muestra una foto, que tomó apenas unas horas antes, como cualquier foráneo que se desespera por guardar los colores que ve dentro de su teléfono. Él ya no es turista ni siquiera un recién llegado, pero sigue sorprendiéndose con los colores que le regalan los valles Calchaquíes.

“Si por mí fuera pintaría las cosas de blanco, por su pureza, porque aquí el aire es puro, pero también en este lugar los colores se imponen”, repite. Por eso las etiquetas de los vinos o emblemas de su hotel de nueve habitaciones tienen un marrón, un amarillo, algún ocre y un azul que se ordenan en gruesas franjas horizontales, como las acomodó el artista Enrique Salvatierra.

Han pasado casi 12 años. A la finca del amanecer rosa se llega por un camino de tierra, seco, muy de Colalao y, a izquierda y a derecha, se levantan las plantaciones de uva torrentés y de uva malbec. Al final se levanta el hotel en cuya galería se mece la hamaca en la que alguna vez se sentó Mariela, la mamá de este tano que invirtió más de un millón de dólares para cumplir sus sueños. Ella ya no está, pero su hijo se trajo la hamaca de Roma.


“Pablo, mi papá, no quiere venir, prefiere seguir en su casa”, acota.

La hamaca es una de las pocas reliquias “importadas” con las que se va a encontrar el visitante. Hay un mueble mendocino sobre el cual está un televisor, tal vez el único que hace ruido o que levanta la voz en la estancia. De Mendoza también vinieron los radiadores que calefaccionan las habitaciones. También se puede tropezar con más de una mesa de madera, que son como pequeñas “zorritas” que compró en el ferrocarril. Una de las habitaciones que da a la esquina sur del hotel tiene un piso cuadriculado con viejos “adoquines” de madera. La vajilla y las copas, en cambio, son de un ferrocarril italiano que alguna vez dejó de circular: Giacomo la trajo hasta Tucumán.

“¡Cómo nos costó todo! Un día llegamos con un container a Buenos Aires y nos hicieron volver. Quemamos como 30.000 euros”, se lamenta. Su hijo, Nicolás, que está a punto de recibirse de enólogo en Mendoza, recuerda que un día tuvieron que hacer un nuevo cableado de energía eléctrica porque 100 metros antes de la estancia, el tendido “se había cruzado de vereda”. Las complicaciones son sólo anécdotas del pasado.


Como la primera vez, Giacomo se sube a la moto y da vueltas para ultimar detalles para recibir a los visitantes. “La diferencia es que ahora tengo, 10 años más y 10 kilos más”, se ríe. Y mientras habla en italiano con su hijo, va en busca de Leonardo, su primer nieto que juega con su mamá californiana, Jillian Leigh Bright.

Este domingo, Giacomo volverá a su italia natal a revisar otros viñedos, los olivos y sus comedores y unos días después vendrá Beatriz para seguir al frente de la estancia y de la producción de vinos. Los malbec y los torrentés ya están listos después haber sido producidos a unos 5 grados menos que en Cafayate y bajo la atenta mirada de el enólogo Andrés Höy.

A los 69 años, Giacomo se olvidó de la tristeza de aquella historia de Edmundo de Amicis y le ha reescrito un final feliz.

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