Ellos ya eran olímpicos...

“El mundo es poco”, escribió Cristóbal Colón a los Reyes de España. Y el encuentro fue arrasador. “El siglo XVI -dice el filósofo húngaro Tzvetan Todorov- habrá visto perpetrarse el mayor genocidio de la historia humana”. Debates históricos al margen -por algo el inicialmente llamado “Día de la raza” pasó a ser el “Día de Respeto a la Diversidad Cultural”- la nueva celebración del 12 de octubre que encuentra a una Buenos Aires que corre, salta, danza y juega con sus Juegos Olímpicos de la Juventud, podría ayudarnos a recordar que, cuando los conquistadores llegaron a esta parte del mundo, fueron ellos los que descubrieron que ya entonces había miles que jugaban con y sin la pelota, nadaban, saltaban y lanzaban.

¿Acaso no era la chueca (el hockey) el deporte número uno en la Argentina precolombina? La práctica se extendió a lo largo de los 3.000 años de historia precolombina mesoamericana en todas las culturas de la región. La chueca era un acto sagrado con un efecto de comunión y profunda pertenencia. Los mocovíes del litoral le decían Leremá. Los pilagas del noreste Elemrak. Para tobas y matacos era Tol. Los mapuches de la Patagonia la llamaban Uiñu o Palín. La chueca, tal como lo bautizaron los conquistadores, podía durar días con bailes y cantos para pedirles ayuda a los dioses. Sólo se podía descansar de noche. Solía servir para dirimir conflictos o disputarse la posesión de un caballo. Alguna vez victoria o derrota salvaban la vida de un religioso español, Francisco José Maran, que en 1787 entró en territorio equivocado y fue tomado prisionero por los mapuches. Se ponía tanta pasión que el juego parecía “inventado más por parte del demonio, que por orden de los hombres”, dijo Hernando Arias, primer gobernador criollo del Río de la Plata que por eso la prohibió. Fue inútil. Siguió jugándose siempre. Hay que leer bibliografía de los Juegos Indígenas. O lo que escribió el antropólogo suizo Alfred Métraux en 1940: “desde que regresé de la República Argentina muchos me han preguntado cuál es el espectáculo humano que en aquellas tierras mayor impresión ha dejado en mi mente. Y cada vez que me ha sido formulada tal pregunta he contestado sin vacilar: los grandes partidos de hockey disputados a orillas del Pilcomayo”, entre tobas y matacos.

Los indígenas jugaban también una forma de fútbol. Los araucanos jugaban a la pelota pero con las palmas. Los mocovíes sólo con la cabeza. De cada partido participaban 200 jugadores desnudos. Llevaban adornos en sus muñecas, frentes, cabezas y piernas. Los guaraníes -decía un jesuita español- no lanzan la pelota con la mano, como nosotros, sino con la parte superior del pie descalzo”. Acostumbrados a jugarlo con vejigas de animales infladas, los conquistadores pasaron a las pelotas de goma o hule, patrimonio exclusivo de América por sus plantas productoras de caucho y de goma. Las mujeres también jugaban a la pelota. Las mapuches lo llamaban trumun. La pelota “era la diversión favorita” de las guaycurúes, tobas del Chaco. Se colgaban en la cintura algo de ropa para no quedar “deshonestas”. Pampas y ranqueles también corrían detrás de una pelota.

El boxeo se practicaba con un sistema de “defensa cerrada, con los codos ubicados cerca del cuerpo y los puños con el dorso mirando hacia el contrario” y el golpe iba “de abajo hacia arriba o sea en forma de upper cut”, relató el etnólogo Raúl Martínez Crovetto. Los mocovíes le decían waranák. Los mbayá guaycurúes se enfrentaban por odio o por celos. Hombres contra mujeres peleaban en el lokó (el ring de las payaguá, guaná y vilelas). El padre Ignacio Burges solía recurrir al látigo para dar por concluidas peleas del boxeo femenino que amenazaban terminar mal. En lo que hoy es Tierra de Fuego, los selknam, llamados onas, luchaban cuerpo a cuerpo, una actividad común a todos los indígenas. Los indios pampas practicaban “ejercicios gimnásticos”, entre ellos, la lucha. Y los guaycurúes jugaban con pelotitas de hojas de espigas de maíz y plumas y sus raquetas eran las palmas de las manos.

Niños y hombres vilelas del Chaco competían en los 200 metros. Los mocovíes saltaban con una soga sostenida por compañeros. Los mapuches eran expertos en 50 y 100 metros. Hay relatos de europeos asombrados: los pueblos originarios cercanos a ríos, lagos y mares tenían el hábito de, por lo menos dos veces al día, darse un chapuzón, bañarse y, de paso, practicar natación. Los mocovíes tenían un sector de nado para varones y otro para mujeres. Los güenoas, minuanes y bohanes nadaban en los litorales del Paraná. “La mayoría de los hombres eran excelentes nadadores y también había mujeres que sabían hacerlo bien. El arte de zambullirse era también practicado (aunque), las carreras de natación eran privilegio masculino”, escribió Martínez Crovetto. En Misiones, los mbyá eran hábiles nadadores desde pequeños, como los tobas. Sin embargo, los conquistadores, sabemos, tardaron en considerar humanos a los indígenas. Colón los capturaba para completar algo parecido a una colección de “objetos naturales”. Según Hernán Cortés eran curiosidades. Los ingleses pusieron reglamento y nombre. El mundo olímpico los hizo globales. Pero los verdaderos inventores eran previos. Es bueno recordarlo.

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