04 Diciembre 2018

> PUNTO DE VISTA

OSVALDO AIZICZON | PSICOANALISTA

Los argentinos solemos ser los únicos que solo confiamos en lo que no creemos. Nada está suficientemente garantizado como para ser aceptado, lo que pone a la verdad en segundo lugar. Los estadounidenses, con su sabiduría pragmática, tienen en el dólar la leyenda “In God we trust” -en Dios confiamos-, un garante poderoso y extraterrenal que, sin embargo, no logra desmantelar el estado de sospecha en que vive el desconfiado. Así como una pareja suele ser tres tratando de ser dos (para constituirse luego en dos tratando de ser uno), la sospecha se hace certeza, no en la realidad sino en la interpretación. Los verbos querer y creer -siempre armando líos- se confunden con la legendaria búsqueda de la seguridad, un delirio colectivo con millones de afiliados frustrados. Una legión de ingenuos que anulan el amor por la verdad diciendo con Serrat que “no tiene remedio”, cuando sí lo hay y es otra mentira. Cuando el desconfiado acierta, subsiste una amarga alegría por lo que se perdió en el descubrimiento. Los secretos, ligados a la inocencia de los niños, construyen cuentos increíbles que responden a la fabulación y no a la mentira. Lástima que la inocencia, en todas sus formas, atraiga tanto a los perversos.

Mientras el poder, ese estado de exaltación interminable que promete impunidad e inmortalidad en pequeñas o grandes escalas, se presenta confiado en el campo político e institucional. El poder, degradado junto a la palabra, acerca la boca que miente junto a la oreja que desmiente. Desconfiar es construir dudas paralizantes pero también alumbrar conflictos. Y es un secreto a voces que solo se descansa cuando se confía. Aunque en el caso de Stalin era distinto porque en sus famosas purgas mandaba matar a aquellos en los que había confiado. Nadie se salvaba, sea inocente o culpable. Por algo se inventó la ignorancia activa que cultivamos con amor. El desconfiado necesita saber y confirmar. Como desconoce el código que desde adentro lo advierte sobre el peligro de caer en manos de otro, su relación con el conocimiento queda dañada. La sospecha, recayendo sobre él mismo, lo acompañará siempre.

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