Los bolardos resisten, los varitas coimeros también

Hasta aquí la Municipalidad capitalina -mejor dicho, el Intendente- viene resistiendo con firmeza las presiones y los bolardos siguen marcando la cancha en el microcentro. De eso se tratan las decisiones políticas; de no aflojar una vez que se acuerda avanzar en una determinada dirección. Las decisiones se convierten entonces en políticas de Estado, alejadas de la obstinación o el capricho. En este caso, de lo que se trata es de desintoxicar la ciudad y hay quienes todavía no lo entienden, así que bregan por dejar todo como estaba. En el caso de los taxistas que ven acotado el margen de maniobra puede comprenderse su rechazo a las semipeatonales, a fin de cuentas están cuidando el bolsillo. Si miraran el vaso medio lleno podrían apreciar que, algún día, la legión de conductores que se empecina en meter el auto en el corazón del microcentro tendrá que recapacitar y modificar el hábito. Entonces será ganancia para ellos. Es el mediano plazo, claro, y a nadie le sobra la paciencia.

Lo curioso, lo llamativo, es que la discusión no debería pasar por bolardos sí o bolardos no. El planteo es sobre la peatonalización completa y definitiva de todas esas cuadras, pero no sobre la conveniencia de la medida, sino -básicamente- sobre cuándo y cómo hacerlo. Por que de aquí a 10 o 15 años, con la multiplicación del parque automotor, es una disposición que va a caer por su propio peso. ¿Por qué no adelantarse a lo inevitable?

La función de los bolardos es, en ese sentido, pasajera. Llegará el momento en que, si se quedan, cumplirán una tarea más bien decorativa. Ya no serán embestidos por automovilistas desaforados o cuando menos imprudentes, como sucede a diario. Accidentes que no son culpa de los bolardos, sino de la pésima educación vial de los tucumanos y también de la impericia con la que se maneja.

Un ejemplo, protagonizado por una turista extranjera el martes pasado. Había luz verde para el tránsito por la calle San Martín y ella estaba cruzando Junín por la senda peatonal. Una camioneta giró hacia el norte y el conductor la emprendió a bocinazos e insultos. La mujer quedó congelada por el susto. Seguramente, quien iba al volante ni siquiera está enterado de que tiene la obligación de frenar para permitir el paso de los peatones, como sucede en el mundo civilizado.

La batalla de todos los días

La cuestión es que los bolardos y las macetas son el objetivo favorito de vándalos y de paragolpes. Desde hace meses viene librándose en el microcentro una batalla para nada silenciosa. De un lado, los boicoteadores de la realidad; del otro, el municipio que se ocupa de reparar y reemplazar el material dañado. Es una lucha desigual, porque al vándalo o al irresponsable los protege la impunidad, mientras que al mobiliario urbano lo pagamos entre todos. Es de esperar que la Municipalidad no baje los brazos. En otras palabras, que no le ganen por cansancio. O que el presupuesto alcance.

Lo ideal, ya se dijo, hubiera sido reconstruir las calles a imagen y semejanza de la Mendoza al 800, una obra impecable desde lo estético y lo funcional. También se explicó que es un diseño carísimo y, al menos, habría que multiplicarlo por 9, que es la cantidad de cuadras delimitadas por bolardos en la capital. Lo de “al menos” se refiere al proyecto de extender ese número en lo inmediato, por caso hacia la Maipú, plan que luce frenado (¿será producto de las presiones?).

También está frenada la relocalización de las paradas de ómnibus, motores de los embotellamientos durante las horas pico en Crisóstomo Álvarez, Córdoba y Laprida. Alterar el recorrido de los colectivos en un par de cuadras, tan sencillo y útil para aliviar el tránsito, parece más complicado que una negociación con el FMI. El sentido común y el interés de la mayoría no suelen ser suficientes cuando del otro lado del mostrador la buena voluntad brilla por su ausencia.

La sensación es que el ordenamiento urbano se traduce en una pulseada interminable y agotadora, un juego de poder en el que están prohibidas las actitudes generosas, comprensivas. Mucho menos los gestos de grandeza. Hay quienes solicitan la remoción de los bolardos apelando a razonamientos insólitos: “puede ser que funcionen en otras ciudades, pero Tucumán no es Europa ni Norteamérica”. Se olvidan de enumerar que hay tantos bolardos allí como en el resto de América Latina. ¿Y qué modelo deberíamos adoptar entonces? ¿El del caos infinito porque el tucumano promedio se niega a caminar o a andar en bicicleta? Habría que opinar con más claridad y menos hipocresía: no se ataca los bolardos, lo que se defiende es la propia comodidad. Así no hay ciudad que arranque.

La corrupción enquistada

En este entramado la Municipalidad se mantiene en falta cuando de la calidad de los controles se habla, porque pasan las gestiones y la corrupción enquistada en el cuerpo de inspectores de tránsito ni se inmuta. Los varitas coimeros no son un exotismo propio de la capital; se reparten por el Gran San Miguel de Tucumán y por los municipios del interior. Cada funcionario decidido a decapitar la hidra se ve obligado a envainar la espada, de lo contrario debe resignarse a que el gremio le haga la vida imposible. Al final le quedan dos caminos: renunciar o aceptar que el sistema es intocable.

Se puede contar con las mejores ordenanzas, pero si los encargados de aplicar los controles son los primeros que vulneran la ley no hay mucho más que decir. Por supuesto que es tan responsable el que pide la coima como que el que la paga, respuesta habitual en estos casos. ¿Así de simple vamos a exculpar a los servidores públicos que son un canto a la venalidad?

En cuanto a los varitas que hacen bien su trabajo, suelen ser víctimas de aprietes verbales o de violencia física. Quedan prisioneros en la misma bolsa con sus colegas corruptos. También los “chapean”, como hacen los familiares de los políticos, los amigos de los jueces o cualquier hijo de vecino con algún contacto en círculos cercanos al poder. La situación es de extrema tensión en las calles, para los que circulan y para los encargados de hacer cumplir las normas.

Es un tema delicadísimo que se resume en un concepto: desprestigiado, poco confiable, el cuerpo de inspectores de tránsito perdió por completo el respeto de la ciudadanía. No se les reconoce legitimidad en su accionar, por eso cada control vehicular deriva en una trifulca. Alguna vez la Municipalidad deberá hacer un cambio total y refundar este grupo de trabajo. Dotarlo de otra imagen, otros modos, otra concepción del trato con los vecinos. Aquí también se impone una decisión política, que se aprecia mucho más compleja y arriesgada que defender a capa y espada el futuro de los bolardos del microcentro.

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