22 Marzo 2020

Por Claudia Piñeiro

No creo en Dios desde hace treinta años. Para ser precisa, debería decir que hace treinta años me atreví a confesarlo. Tal vez no creía desde tiempo antes. No se abandona “la fe” de un día para otro. Al menos no fue así para mí. Aparecieron algunas señales, síntomas menores, detalles que, al principio, preferí ignorar. Como si estuviera germinando dentro de mí una semilla que, tarde o temprano, reventaría y abriría la tierra para salir a la superficie como un tallo verde, tierno, débil aún, pero decidido a crecer y gritar a quien quisiera oírlo: “No creo en Dios”.

Al principio, cuando la idea se me presentó, sentí un malestar que luego reconocí como miedo. ¿Qué podía pasar si asumía mi falta de fe? ¿Qué tendría que dar a cambio? Aquellos primeros pensamientos los eliminaba como un mal sueño del que era mejor despertar, o como una idea irreverente que debía descartar de plano a la espera de que llegara la próxima, un poco más sensata. Hasta que, un día, recibí un mazazo que me dejó aturdida, desnuda frente al mundo, incapaz de entender qué estaba sucediendo a mi alrededor y sobre todo los porqués; entonces, la incomodidad fue tan evidente que no pude seguir fingiendo una fe que no tenía. Ya no creía en Dios. Lo confirmé en el instante en que me anunciaron que había aparecido el cuerpo sin vida de mi hermana menor, Ana. Lo dije al día siguiente, en su velorio.

Ana, “el pimpollo” —como le decía papá—, la que dormía en mi mismo cuarto, la que me robaba la ropa, la que se metía en mi cama para contarme secretos que nadie más que yo podía conocer. A media tarde, llegó el párroco a dar el pésame y a rezar por ella; lo acompañaba Julián, que entonces era seminarista. Mis padres me invitaron a unirme en la oración junto al cajón cerrado. Me negué. Insistieron, me dijeron que me haría bien, me preguntaron por qué no quería rezar. Evité una o dos veces la pregunta hasta que por fin respondí: “Porque no creo en Dios”. Lo dije muy bajo y con la cabeza gacha. Levanté la mirada, todos tenían los ojos clavados en mí: lo repetí en voz alta. Mi madre se acercó, me tomó del mentón, me forzó a mirarla a los ojos y me hizo decirlo una vez más. Como Pedro, pero convencida y sin vuelta atrás, negué mi fe por tercera vez. “Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces”, Mateo 26:75. Treinta años de ateísmo asumido y todavía puedo repetir pasajes de los evangelios de memoria. Como si me los hubiesen tatuado en la piel con un hierro caliente. El número del capítulo y el versículo no los recuerdo, eso lo busco en el propio texto cuando quiero citar, prefiero pensar que por deformación profesional y no por trastorno obsesivo compulsivo. ¿Por qué aún los recuerdo? ¿Con qué amenaza me los grabaron? “Y saliendo fuera, lloró amargamente”. A diferencia de Pedro, yo no lloré. Me temblaron las piernas pero, a pesar de eso, me sentí poderosa, dueña de mí a una edad en que todo eran dudas.

*Fragmento del capítulo 1 de Catedrales.

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