La epidemia de 1887: hospitales abarrotados y fogatas "contra el mal" en las calles

El cólera hacía estragos y los enfermos eran arrojados en las veredas. Vecinos llegaron a asesinar a los que creían que estaban coléricos.

Tumba de Jorge P. Day. En el cementerio de Aguilares, se conservaba (al menos hasta hace unos años) esta lápida con el homenaje a este valiente. Tumba de Jorge P. Day. En el cementerio de Aguilares, se conservaba (al menos hasta hace unos años) esta lápida con el homenaje a este valiente.

“Las calles silenciosas, la actividad comercial paralizada y en los semblantes de los transeúntes, retratados el pavor y la congoja”. Era la imagen de la ciudad y su gente, según el boticario José Ponssa, valiente colaborador en las tareas de auxilio de la epidemia. Para colmar la situación, el verano era sofocante y los enfermos se multiplicaban.

Los hospitales no daban abasto. Comenzaban a ser abandonados a la buena de Dios. Muchas veces, “tenían que ser acostados a la sombra de las tapias del fondo, hasta que la muerte de alguno desocupara un sitio en las salas o las galerías”. Fue el caso de un carrero que, habiendo dejado a los moribundos que transportaba tirados en la vereda de un lazareto, se excusó con un: “demasiado hemos hecho con traerlos”.

Uno de esos días, en Santiago del Estero se encontraron seis cadáveres de coléricos, arrastrados por el río Salí. “Enfermos abandonados y muertos insepultos”. El fin de año mostraba un paisaje de maldición bíblica. Como si se tratara de condenados, en la puerta principal de las casas de los caídos, se colocaba el cartel de “Colérico”. Lo cierto es que para que no se propague el mal, los enfermos debían estar identificados, pero el miedo hace que la prevención y la estigmatización tengan una sola cara.

Florecían también las mitologías. Los vecinos de la ciudad, “creyendo conjurar el contagio, encendían en el centro de las calles, a corta distancia una de la otra, humeantes fogatas con maderas de pino alquitranadas. Eran cuadros verdaderamente dantescos: en medio de rojizas llamas envueltas en humo acre y negruzco, se veían las desiertas aceras y edificios con sus puertas cerradas; los escasos transeúntes, con demacradas facciones que la extraña luz de las fogatas asemejaba a visiones de ultratumba, aceleraban sus pasos, mientras los niños en la calle, alegres e inconscientes, danzaban en torno a esas piras”, seguía el relato de Ponssa.

Por otro lado, también se desconfiaba de los médicos, porque eran ellos quienes daban la cara en esta situación angustiante. “Muchas veces el enfermo moría pocos minutos después de recibir la atención profesional”. Incluso, para eliminar posibles focos de contagio, grupos sanitarios se abocaron a incendiar ranchos y pertenencias precarias, dejando gente a la intemperie. Así, comenzaron a circular curanderos y charlatanes que, en la ignorancia generalizada, se aprovechaban de la situación. Por la zona de la Tablada Vieja, circulaba “un sujeto llamado Manuel”, con un falso brazalete de la Cruz Roja, acusando a los médicos de envenenadores. A cambio de dinero, administraba unos preparados milagrosos.

Los médicos y los voluntarios no solo daban la cara, sino también la vida. Y no sólo por contagio, sino por ignorancia y brutalidad. Cuando la provincia, ya llevaba muchos cientos de muertos en el sur, ocurrió la más lamentable y feroz de las reacciones frente a lo que se desconoce. La noche del 8 de enero, los voluntarios Jorge Day, Antonio Andina y Fermía Urrutia, se movían a caballo junto al comisario Navor Zelarayán cerca de la localidad de Los Sarmiento, al oeste de Aguilares. Una partida embravecida de vecinos les salió al cruce. Los voluntarios intentaron calmar los ánimos. No hubo caso. En medio de la discusión, Day recibió un disparo en la ceja derecha. Andina, recibió cuatros disparos en la cabeza y al caer fue degollado, en una furia colectiva incontenible. Urrutia intentó huir, pero al grito de “¡Maten que Dios perdona!” fue perseguido y ferozmente ultimado. El destino del comisario fue increíble: le perdonaron la vida puesto que si “le habían tirado tantos tiros y no le había ofendido ninguno”, era “porque era católico, apostólico y romano, mientras los otros habían sucumbido por ser viles masones y enemigos de Dios”. Aturdido, tuvo que firmar, bajo amenaza, un papel en el que juraba “no perseguir” a los asesinos. No había ningún lugar para la seguridad. La muerte acechaba a todos, en todos lados.

Un testimonio del hecho se encuentra en el cementerio de la ciudad de Aguilares. Ahí se conserva (esperamos que siga en su lugar) una gran lápida de mármol en homenaje a Jorge Day, donde se lee: Asesinado bárbaramente en Sarmientos. Recompensa a su generosidad y abnegación sin límite en la epidemia de cólera de 1887 por los mismos a quienes favoreció con sus cuidados.

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