Es la forma, estúpido

Argentina y Estados Unidos son inequiparables. Sin embargo, las “formas” de los gobernantes las ponen en un mismo plano de análisis. En Tucumán, hoy, como hace 80 años, la Iglesia católica, justamente, pone “las formas” en valor.

Es la forma, estúpido

“Se dispara el peso blue en EEUU ante la incertidumbre electoral”, dice una de las ironías de la semana en las redes. El demócrata Joe Biden ha sido declarado ganador de las presidenciales, pero el actual mandatario no acepta el resultado y maldice que le han “robado” la elección.

Donald Trump no repara en dañar las instituciones en el país que se asume “la mayor democracia del mundo”. “EEUU va a invadir EEUU para preservar la democracia en EEUU luego del fraude perpetrado por EEUU”, dice otro sarcasmo “viralizado” estos días. Esta conducta del magnate es coherente con su desempeño en la Casa Blanca. Ha insultado a epidemiólogos (“idiotas”); a periodistas y a medios (“tontos bastardos”); a funcionarias propias (“patéticas”); a congresistas opositoras de ascendencia extranjera (“regresen a sus lugares”); y a los mexicanos (“animales”). En definitiva, ha insultado a la democracia. Y a ello adeuda ser uno de los pocos presidentes estadounidenses que no logró la reelección. Como el demócrata Jimmy Carter, que perdió en 1981 contra Ronald Reagan. Y como el republicano George Bush padre, que perdió en 1993 contra Bill Clinton y su eslogan “Es la economía, estúpido”.

Pero ahora no es la economía. Si bien ya arrastraba un déficit comercial en alza y una deuda cuantiosa, la economía estadounidense antes de la pandemia marcaba récords de crecimiento.

¿No vota con el bolsillo la gente del epicentro capitalista? A veces no. A veces, en lugar de la materia, prefiere la forma. Y la forma es el meridiano que conecta a aquel país del Polo Norte con esta Argentina que llega hasta la Antártida.

Meridianos

Materialmente, las diferencias entre uno y otro país son inabarcables: ahí está el dólar para contrastar los tamaños de las economías. Estados Unidos, además, está surcado por la cuestión racial: el clivaje dominante desde el origen es “blancos vs. negros”. Aquí, en cambio, los próceres de la generación del 37, interesados en poblar el país con europeos, construyeron el mito de “la Argentina blanca”. Los negros, mestizados entre nosotros, fueron invisibilizados: hay legiones de sobrinos de la tía “Negrita” y de primos de “El Negro” preguntándose qué se hizo de los afrodescendientes en estas tierras… El precio a pagar aquí es que “el otro” es otro compatriota: no hay problemas raciales, pero sí un antagonismo fratricida.

Pero hay un plano en que el que los dos polos son equiparables: el de “las formas” de los gobernantes, que lejos de ser accesorias son tan trascendentes como la materia económica.

Pasado

El crimen perfecto de la posmodernidad es la convicción de que las formas no importan.

Diagnostica el filósofo norteamericano Fredric Jameson que con el fin de la modernidad se desautoriza el sistema de interpretación de la realidad que distingue lo interior de lo exterior. Por ende, entraron en crisis el modelo freudiano que diferencia lo manifiesto de lo reprimido; y el modelo semiótico que separa el significante del significado; y el modelo dialéctico de la esencia versus la apariencia. Habrá que sumar que en la volteada cayó también el modelo moderno que tiene a la democracia por un lado y a la democracia por otro.

Fue Juan Bautista Alberdi quien planteo esa diferenciación. La democracia es soberanía del pueblo (escribió en su “Fragmento preliminar de al Estudio del Derecho”) y “con tal que la soberanía del pueblo exista y sea reconocida, importa poco que el pueblo delegue su ejercicio en manos de un representante, de varios o de muchos”. Es decir, en nombre de la democracia puede haber aristocracia y también monarquía. O puede haber república. Y la república es, según el imprescindible tucumano, “la única forma posible de Gobierno”, reseña el constitucionalista Rodolfo Burgos en su ensayo “Del Ejecutivo fuerte a la hegemonía”.

La democracia es la materia y la república es la forma. Esa forma es la que logra que aquella materia no se desborde. “Nuestros compromisos democráticos apelan a un principio que a primera vista no reconoce límites y según el cual no hay ninguna autoridad superior a la nuestra, actuando colectivamente. Por otro lado, ideas como las de Constitución o derechos humanos nos llevan a pensar en límites infranqueables, capaces de resistir la presión de cualquier grupo y, especialmente, las presiones de un grupo mayoritario”, esclareció Roberto Gargarella en su ensayo “Constitucionalismo vs. Democracia”. Su conclusión es liminar: “Para que funcione la democracia debe primar el constitucionalismo”.

Las “formas” de los gobernantes, entonces, no son “modales”. No se reducen a una cuestión de buena educación. Las “formas” determinan que los pueblos vivan en repúblicas que mantienen equilibradas las democracias. O no. Puede que los ciudadanos no recuerden acabadamente esta cuestión, pero en las urnas demuestran, de vez en cuando, que no lo olvidan. Como ahora en EEUU. O como en las de Argentina en 2015.

Paralelos

Es en Tucumán, en el siglo XX, donde una de las glorias de la filosofía puso en valor “las formas”, acaso porque en 1938 advertía que en breve serían subestimadas. “Sobre la acepción de la palabra ‘forma’ entendió Aristóteles aquello que hace que la cosa sea lo que es”, enseñó Manuel García Morente en la UNT. “Lecciones preliminares de filosofía” es el libro que recoge aquellas clases, en las que el también sacerdote y teólogo español agrega: “Para Aristóteles, la forma de algo es lo que a ese ‘algo’ le da un sentido; y ese sentido es la finalidad”.

La república es la forma de la democracia. Y da una finalidad a esa materia: consagrar un Gobierno donde nadie tiene más poder que el que las leyes le confieren. Donde los poderes del Estado están divididos, se contrapesan entre sí, y ninguno delega funciones en otro. Un sistema donde no hay súbditos, sino ciudadanos. Donde la autoridad es racional e impersonal, porque no se debe obediencia a un monarca, sino a la ley. Donde hay derechos inalterables, a pesar de cualquier mayoría. Donde no hay venganza, sino justicia. En todos los órdenes.

Para que ese gobierno sea posible, “las formas” son esenciales. Son esencias. Porque, en términos institucionales, “las formas” son parte central de la capacidad reglada para las autoridades. Incumplirlas es, también, violar las reglas de la Constitución.

Eso mismo demandan hoy, nuevamente, las autoridades de la Iglesia tucumana. De principio a fin, reclaman república. Los pastores demandan respeto por la división de poderes, independencia judicial y sumisión por la ley. Porque sin seguridad jurídica no hay libertad. Ocho décadas después, en la provincia donde el poder nunca aprende, hay sacerdotes que siguen predicando la importancia fundamental de “las formas”.

No se trata de apariencias y el mensaje pastoral lo evidencia cuando reclama que se permita al Poder Judicial ejercer un control “transparente” sobre el el poder político. Esa demanda ya había formulada en el pronunciamiento del 3 de septiembre, al día siguiente de que LA GACETA diera a conocer la denuncia del juez Enrique Pedicone contra el vocal de la Corte Daniel Leiva. La respuesta: la comisión de Juicio Político archivó los seis pedidos de remoción contra el denunciado y admitió los siete planteos de destitución contra el denunciante. Esas formas desproporcionadas, propias de una república desequilibrada, no pueden obrar una democracia balanceada. Lo que se predica en los hechos anula la imagen que se quiere representar. Como el cuadro de René Magritte que muestra una pipa, debajo de la cual se lee “Esto no es una pipa”.

Precisamente, oprimir a la Justicia no es controlarla. Lo probó a costa de su propia vida Paola Estefanía Tacacho: fue asesinada por el femicida Mauricio Parada Parejas, a quien denunció 14 veces en Tribunales. Una Justicia sometida es tan peligrosa para los ciudadanos como una Justicia incontrolada. Y esos, indefectiblemente, son problemas de “formas”.

Futuro

La trascendencia de “las formas” será tanto o más preponderante en las relaciones bilaterales entre la Argentina y los Estados Unidos que el cambio presidencial en la superpotencia. En la semana hubo especulaciones en torno de que el retorno de los demócratas a la Casa Blanca, sobre todo de la mano de Biden (execrado como un cuasi comunista por el derrotado Trump), representaría una “buena noticia” para el presidente Alberto Fernández. Eso sí es una apariencia, que para materializarse requiere que la Casa Rosada cambie sus “formas”, con las que tantos problemas viene teniendo.

La “Carta de respaldo” con la que Cristina Fernández de Kirchner ha erosionado groseramente la autoridad presidencial, afirmando que hay “funcionarios y funcionarias que no funcionan y aclarando que el mandatario no es su “títere” (maldito cuadro de Magritte) exhibe que la Argentina experimenta una diarquía. Pero a Washington no le incumben los asuntos internos de los países. Con la política exterior, de la que Estados Unidos participa como cualquier otra nación, es otro cantar. Y se lo cantaron en agosto del año pasado a Juan Manzur, durante la misión que encabezó como titular de la Zicosur. Fue en la “Taberna del Pato Azul”, en el Park Hyat de Washington. El gobernador de Tucumán fue invitado a almorzar por uno de los funcionarios de más alto rango para los asuntos de América Latina durante las presidencias de Barack Obama. El anfitrión, que conduce un “think tank” demócrata en la ciudad del poder político estadounidense (y que ahora volverá al ala oeste de la Casa Blanca), brindó un menú político para orientar a quien (luego de las PASO de ese mes) ya se sabía que sucedería a Mauricio Macri.

En pleno gobierno republicano, el ex funcionario demócrata explicó que para tener “buenas relaciones” con los Estados Unidos había que “evitar errores” como los de acercarse “a gobiernos que ofrecen acuerdos y un mundo distintos que el oeste”. En pocas palabras, China, Irán y Venezuela. Y había que conjurar que el “Triángulo de las Bermudas” de la política exterior estadounidense, Caracas - Managua - La Habana, se convirtiese en un cuadrado, que sumara a Buenos Aires como un nuevo vértice.

La respuesta: el 21 de octubre pasado, la Argentina celebró que la OEA adopte una declaración de apoyo en la “cuestión Malvinas” y, en simultáneo, no apoyó la declaración que exige elecciones libres e independientes en Venezuela. Un elogio de la desproporción.

Claro que al Gobierno de Fernández y de Fernández (o viceversa) puede importarle poco las buenas relaciones con EEUU. En ese caso la pelea entre Biden y Trump no es mucho más que una telenovela para estas australidades. Eso sí, habría que dejar de trasuntar un pretendido optimismo respecto del triunfo demócrata. Porque suponer con estas “formas” argentina algo ha de cambiar, en nombre de presuntas afinidades ideológicas, es una aparentada ilusión.

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