Que un sector de la sociedad argentina es racista, xenófobo, antisemita y misógino lo sabemos desde el fondo de la historia, por lo que llama la atención la insistencia con la que se pretende alambrar esas aristas de la argentinidad en el campo del rugby. El rugby tiene sus propias responsabilidades en el tema -y volveremos sobre eso-, pero sería el colmo de la hipocresía lavarse las manos y descargar todo el peso de nuestras miserias en un deporte que fue sinónimo de elitismo, pero ya no lo es. Si Matera, Petti y Socino pusieron por escrito un sistema de pensamiento que de novedoso no tiene nada lo que está corrido es el eje de la discusión. Se trata de preguntarse qué posibilidades hay de desarticular esas matrices en un país cuya grieta social lleva 200 años y el “negro” -que en otros tiempos fue el gaucho, y hasta el gringo- es depositario de un odio de clase cada vez más acentuado.
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El hilo conductor está en los libros. Sujetos históricos relegados al pie de página, siempre molestos en el mapa de una Argentina que se pretendió blanca y europea, los hay a montones. Con algunos -los pueblos originarios- el ensañamiento nunca deja de ser brutal. En cuanto al hombre de campo, a confesión de partes relevo de pruebas. “No trate de economizar sangre de gauchos -le escribió Sarmiento a Mitre-. La sangre de esa chusma criolla incivil, bárbara y ruda es lo único que tienen de seres humanos”. Hasta que llegó la inmigración y al gaucho le descubrieron todas las virtudes, al punto de romantizarlo como piedra angular de un naciente y jamás comprendido ser nacional. El nuevo enemigo -el nuevo “negro”- fue entonces el extranjero, al que se metió en caja con la Ley de Residencia, obra de Miguel Cané que de la estudiantina de “Juvenilia” no tenía nada. Y así durante el siglo XX, cuando la mira del racismo vernáculo se dirigió -alternativamente- contra los seguidores de Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón en el campo popular, explotó la xenofobia hacia paraguayos y bolivianos, y hoy “negro” es una de las tantas denominaciones que les caben a los beneficiarios de planes sociales (“choriplaneros”). Todas expresiones propias de una sociedad de clases de la que el rugby es un engranaje, no el motor, por más que durante los últimos días se llegó al extremo de insinuar lo contrario.
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También es oportuno poner en contexto el tema, porque el mundo viene lidiando con el problema desde hace rato y son muy pocos los que encuentran soluciones. Empezando por Estados Unidos, donde las prácticas del Ku Klux Klan forman parte del quehacer policial y el racismo sigue siendo una llaga que supura pus. La grieta estadounidense es profundísima y discursos populistas como el del presidente Trump son nafta que alimenta un fuego interminable. Los movimientos xenófobos no paran de radicalizarse en Europa, sometida a una presión inmigratoria que mantiene quebrada a la opinión pública. Por historia o por presente, son sociedades complejizadas que hacen equilibrio entre la tolerancia y el rechazo. A veces ese péndulo se descontrola y el desmadre se traduce en violencia.
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El desafío, para nosotros y para los de afuera, es asumir las contradicciones. En lo que nos toca, terminar con esa mentira de que Argentina carece de conflictos raciales, un lugar común que aparece cada vez que intentamos enumerar las bondades de la argentinidad. Hay sociedades, aún con este panorama poco alentador, que asumen un desafío sustancial del mundo actual y del que viene: crecer en la diversidad. ¿Estamos en condiciones de subirnos a ese tren? O mejor dicho, ¿hay voluntad de hacerlo?
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De lo contrario todo se reduce a un meme, que es el epitafio del debate. O a un Atlético-San Martín de redes sociales, que no es otra cosa que un diálogo de sordos encerrados en su algoritmo. Ese termina siendo el destino de (¿todas?) las conversaciones públicas y sería un despropósito que allí quede este enfoque del racismo vernáculo destapado por los tuits de los rugbistas.
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A propósito de esto, hay un elemento interesante al que vale apuntar. La defensa de Matera, de Petti y de Socino se resume en un concepto: son pecados de juventud. Eran chicos (aunque mayores de 18 años, para más datos) y, por lo tanto, poco conscientes de sus actos. En otras palabras: no tenían edad para manejar un sistema de referencias, de vida ciudadana, de “valores”. Lo sorprendente es que muchas de estas voces son las mismas que no dudan al reclamar la baja de la imputabilidad de los menores que delinquen. “A los 15 años ya saben lo que hacen”, es la explicación. ¿En qué quedamos, teniendo en cuenta además que de si algo gozaron Matera, Petti y Socino fue del acceso a los más altos estándares de calidad educativa? ¿Cómo se miden esos niveles de “consciencia sobre los actos”?
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Un primer apartado sobre el rugby y el homenaje a Maradona que no fue. No es justo criticar a Los Pumas por no haber rendido un tributo que no sentían. A fin de cuentas, son dueños de hacer lo que les parezca y si Maradona no formaba parte de su agenda es cosa de ellos. ¿O acaso no hay muchísimos argentinos que consideran a Maradona una vergüenza nacional, un drogadicto tramposo del que finalmente el país consiguió librarse? Un “negro”, para no dar tantas vueltas. Lo que quedará para siempre es lo hecho por los All Blacks, un gesto conmovedor que explica, por sí mismo, por qué los All Blacks son lo que son y están donde están.
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La dirigencia de la Unión Argentina de Rugby (UAR) va de bochorno en bochorno. Y esta marcha atrás con la sanción a los jugadores, fruto de 48 horas de lobbies, presiones y amenazas puertas adentro, no fue lo peor del año. Todavía no levantaron el aplazo del verano, producto de aquel comunicado en el que hablaban del “fallecimiento” de Fernando Báez Sosa. No había sido una patota de voleibolistas o de beisbolistas la que presuntamente asesinó a Fernando, sino de rugbiers que aguardan ser juzgados. El episodio de los tuits es menor en comparación con el crimen de Fernando en Villa Gesell, pero la conexión conceptual salta a la vista: el odio, el desprecio y, finalmente, la tragedia.
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El rugby, como la sociedad, también es ecléctico y de lo más contradictorio. No puede esperarse otra cosa. Y como en la sociedad, hay de todo: racistas, xenófobos, misóginos y antisemitas cohabitando con personas educadas y tolerantes. Lo que desde afuera se aprecia homogéneo y monolítico es, desde adentro, de lo más variopinto. Así como hay clubes en los que el discurso racista está de lo más enraizado, hay otros que manejan distintas herramientas en el manual de la convivencia. Pero sobre esta realidad flotan cuestiones que el rugby debería revisar con franqueza. Una es la pretendida superioridad moral que intenta proyectar sobre el resto, como reservorio de un conjunto de “valores” (que son de lo más diferentes en función del color de la camiseta, al punto de que nadie explica con precisión de qué se trata). Esa soberbia que caracteriza al rugby se hace trizas apenas la alfombra se remueve para mostrar lo que hay debajo. El problema es que ante cada situación adversa el cierre de filas es contundente y lo que aflora es un discurso corporativo que se empeña en tapar sol con el canto de una uña. Una especie de nosotros contra el mundo que no le hace ningún favor al rugby argentino, cruzado al mismo tiempo por un proceso de cambios con final incierto desde que el profesionalismo hizo pie en el país.
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Corporativismo, para más datos, que opera con una potencia tremenda. Por ejemplo, para torcerle el brazo a la dirigencia de la UAR, o para haber conseguido que Matera, Petti y Socino luzcan como víctimas. Al respecto vale un pensamiento del periodista Sebastián Fest, vertido en un artículo que publicó en Infobae:
“Pablo Matera, Guido Petti y Santiago Socino (y no solo ellos) tienen suerte de haber nacido y crecido en la Argentina. En muchos otros países en los que el rugby está implantado, la sanción deportiva, profesional y, sobre todo, social, sería muchísimo mayor a la que terminarán sufriendo aquí. El odio social, al que en América Latina estamos muy acostumbrados, existe también en esas sociedades, pero no son tan indulgentes como en Argentina, que tiene un grave problema de pobreza y de discriminación basado en buena parte en el color de la piel”.
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Tanto Matera, capitán de Los Pumas, como Petti y Socino afirman que están avergonzados y que ya no piensan como lo hacían ocho años atrás. Si eso es cierto sólo lo saben ellos y sus íntimos. Será, en el último de los casos, su palabra contra la de quien sostenga lo contrario. Lo fantástico sería que expliquen cómo hicieron para desmontar convicciones ancladas en buena parte de la sociedad argentina y que, obligadamente, ellos mamaron o en la familia, o en el colegio o en el club. Si tienen la fórmula, que la compartan.