Irresponsabilidad política que daña la institucionalidad

22 Enero 2021

Por erradas acciones humanas suelen debilitarse las instituciones de una República, y la democracia padece las consecuencias de las equivocaciones o de la ausencia de virtudes y de buenos ejemplos de parte de los hombres que las conducen; y es también por culpa de las ambiciones desmedidas de los que se creen iluminados que las instituciones desaparecen junto con sus roles políticos, allí la democracia misma es la que muere, en ese lugar sólo germina el autoritarismo y la tiranía. Si los hombres no honran el funcionamiento de las instituciones ni el sentido de sus existencias, ni el desempeño de sus cargos públicos como representantes del pueblo, no sólo deterioran la calidad institucional sino que destruyen una forma de vida sostenida en normas y en acuerdos básicos de convivencia. Los hombres públicos tienen una responsabilidad mayúscula frente a una comunidad que los elige para que gobiernen, pero además de dar el ejemplo principal deben honrar un mandato sobre las bases de las leyes y de las mejores tradiciones políticas, las que fortalecen las instituciones. Si un protocolo se rompe se anula la confianza y el respeto, se desoye una costumbre, y si a ese esquema lo incumple una figura pública de primer nivel se daña la institución que representa. Tamaña irresponsabilidad no sólo afecta la credibilidad del cargo que se ostenta sino que alienta a la irrespetuosidad, a no aceptar la normativa, a provocar el caos y la desobediencia. Mina el sistema, lo deteriora por más cimientos firmes que lo sostengan. Donald Trump lo hizo, no respetó el protocolo ni las tradiciones estadounidenses, soberbio se ausentó de la ceremonia de asunción de su sucesor, Joe Biden; le faltó así el respeto a la mayoría que eligió otra opción, perjudicó a la democracia y fracturó a la sociedad. Sobre estos hombres que contemplan sólo sus intereses personales, sin medir el alcance de su protagonismo histórico y lo que implican sus conductas para la sociedad, no se puede esperar que las instituciones se fortalezcan. La política en algún punto es obligación, ejemplo, honradez y desinterés; sin esas cualidades los hombres públicos únicamente pueden destruir más que construir una sociedad mejor. Son líderes temporales que conducen una franja social, militante y obediente, la que deberían guiar con sentido de conjunto, amplio, porque quien gobierna lo hace para todos, para los que lo votaron como para los que le dieron la espalda en las urnas. Ayer, la especialista en relaciones internacionales Patricia Kreibohm, en su análisis decía que Estados Unidos ya no es el mismo, que viene cambiando desde hace un tiempo y que estas formalidades muestran que se ha iniciado un proceso de deterioro institucional, de fatiga política y de incertidumbre social, que abre tensas expectativas hacia el futuro. Le apuntó a Trump por abrir una grieta que amenaza con incrementar la intolerancia y la violencia en el país del norte. Sin embargo, en el mundo no sólo es Trump, sino todos aquellos políticos que tienen similares perfiles, que en lugar de abarcar a toda la sociedad con sus iniciativas, sólo responden a los que les profesan simpatía. A esos fanáticos peligrosos. La necesidad de dividir a la sociedad, como método de acción política, solo puede traer perjuicios institucionales y, por ende, dramas sociales. Ponerse por encima de los protocolos, las costumbres y las mejores tradiciones democráticas, de la legislación y de las reglas de funcionamiento de las instituciones, sólo puede derivar en una espiral de decadencia política, donde principal responsabilidad les cabe a los que no reflexionan sobre el lugar de privilegio que ocupan. Y cómo, desde esos espacios de poder, pueden cambiar la realidad para mejor. Sólo deben tener conciencia social e histórica. No acatar un protocolo o una tradición no sólo es un gesto egoísta y malintencionado, no ayuda a la paz social.

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