José Guzzi
Filósofo
La muerte de Diego Maradona, acaso el mejor futbolista de la historia, fue uno de esos hitos que movilizan al mundo entero. Dentro de las acciones y hechos de esa grandiosa parafernalia de homenajes a lo largo y ancho del globo, en la inimitable ciudad de Famaillá, “República de Tucumán”, se inauguró el 8 de enero pasado una estatua en tamaño real que evoca el primer gol de Maradona a Inglaterra en el mundial de México de 1986. Gol bautizado por el mismo Diego como “La mano de Dios”, título de la escultura realizada por Ángel Moreno y Bruno Salica. Me interesa rescatar dos aspectos alrededor de esta particular obra de arte que conmemora a Maradona (la primera estatua post mortem en todo el mundo): uno de carácter artístico-estético y otro ético-político.
Respecto del primer sentido, “La mano de D10s” sería una muestra de lo que la Dra. Griselda Barale llama al arte contingente. Esto es, en el significante de dicha escultura no debemos buscar un significado oculto, subrepticio, un simbolismo camuflado; la estatua no es más que lo que es: Maradona saltando y tocando la pelota con la mano. Al mismo tiempo, la obra como tal puede catalogarse como kitsch pero no en el sentido del mal gusto, del arte falso o de la copia barata, sino un kitsch que se engalana con un personaje paradigmático de la cultura popular. Entiendo por cultura popular, aquí, a la red de producciones urdida por el pueblo, con sus valores y tradiciones, su cuerpo, su locus, creando espacios de resistencia a lo institucionalizado, como lo contrahegemónico, como la esfera reivindicatoria de los sectores subalternos. Y es que Maradona ha representado -con sus logros, pero también con sus fracasos- al país que defendió, sin jerarquías ni distinciones.
Y ese amparo nos lleva al segundo punto de la cuestión: ¿por qué celebrar el gol con la mano, gol ilícito, tramposo -mal que nos pese-, antirreglamentario? ¿Por qué producir una obra que conmemora una conducta fullera, para decirla en términos futbolísticos? ¿Tiene que ver, acaso, con nuestra “argentinidad al palo”? ¿O se enmarca dentro de la aclamada vendetta hacia los ingleses por esa sucia guerra perdida cuatro años antes de aquel mundial? Estos interrogantes nos muestran que el arte no está escindido de la ética ni, claro está, de la política. Porque el arte, espejo del mundo y reflejo de lo que es, muestra la fragilidad humana, los conflictos sociales, la miseria, el horror, pero también la belleza y la verdad. Y si bien fue el segundo gol a los ingleses el que denota la más sublime de las delicadezas con la pelota en los pies, no hay argentino que se arrepienta de encomiar la mano de Dios. Por eso, si el arte es el lugar propicio para rememorar ad infinitum aquel artilugio maradoniano que da cuenta de nuestras contradicciones como ciudadanos, pero sirve para ensalzar las reivindicaciones de este pintoresco personaje de la cultura popular, pues viva el arte.