
Si en cada pétalo, surco de tronco, gota de lluvia y brote la naturaleza habla, ¿por qué nos hemos vuelto tan insensibles a su llamado? Para remediarlo, son muchas las disciplinas que proponen un regreso a lo simple y -entre ellas- figura el ikebana: el arte japonés de los arreglos florales.
“También conocida como el camino de las flores, esta práctica se caracteriza por hacer composiciones con flores, ramas, hojas, piedras, frutos y semillas. A diferencia de solo llenar un jarrón e insertar un ramo que compramos en la peatonal, el ikebana implica un proceso complejo. Hay una toma de conciencia sobre cada elemento orgánico y su ubicación, como si fuéramos artistas frente a un lienzo en blanco”, comenta Karen Nishimura, estudiante del posgrado de Lengua y Cultura Asiática.

La práctica es antiquísima y su historia se enraiza con la llegada del budismo al país del Sol Naciente. “El ikebana nace en el siglo V de la mano de los monjes, quienes armaban arreglos florales para dárselos de ofrenda a Buda. Al principio, era un ritual exclusivo para el emperador y su familia por lo que el resto del pueblo solo tenía acceso a sus composiciones a través de los cuadros y las telas de los kimonos. Fue recién en el siglo XIX que el interés por las flores y sus diseños se popularizó”, explica la docente Martha Cabrera, miembro del Instituto Argentino de Ikebana.
Esencia y motivación
Junto al propósito estético de decorar cualquier espacio, lo que en verdad atrae del ikebana es el idioma simbólico que esconde. Quienes lo practican son capaces de relajarse y llegar a un estado de abstracción igual al de la meditación.
Además cuenta con otro distintivo: todo el paso a paso del armado floral debe hacerse en absoluto silencio. “Al ser una actividad manual fortalecemos nuestra paciencia y decodificar las emociones. La idea es que podamos apreciar los detalles y las texturas de cada hoja que toquemos. Eso nos permite desconectarnos y profundizar la mirada”, agrega Nishimura.
La ikebanista afirma que al ser obras efímeras es imposible no reflexionar sobre el transcurso del tiempo, el encanto de la naturaleza y las estaciones (algo propio de la filosofía nipona) mientras medimos tallos y atamos hojas para que escalen entre varios alambres.
Aunque el límite al diseñar es nuestra imaginación, existen diferentes escuelas internacionales y estilos de ikebana (desde los tradicionales a innovaciones que usan recipientes invisibles).

“Siguiendo con el viaje interno de contemplación, la estructura de los arreglos se piensa a modo de triángulo escaleno. En algunos casos esto simboliza el cielo, la tierra y al hombre, mientras que en otros alude al sol, la luna y la tierra”, detallan las especialistas.
El recipiente en el que irán las rosas, jazmines o claveles es igual de importante. “Hay que olvidarse de los floreros tradicionales o la ex botella de vino que tenemos en el armario. Los utensilios deben adaptarse al mensaje de nuestra pieza. Por ejemplo, los cuencos anchos y poco profundos (suiban) reflejan el agua y dan una sensación de frescura al arreglo. En cambio, las piezas de cerámica transmiten delicadeza y el bambú o los troncos un aire rústico”, acota Nishimura.
Cuidados
Para su armado, los ikebanas requieren de tijeras, alambres, cintas y un soporte con pinchos (circular o rectangular) llamado kenzan.
Lo curioso es que el tratamiento previo que se le hace a las flores y las ramas permite maximizar la duración en comparación a un arreglo occidental. “Es común coser, quemar o aplastar la base de los tallos bajo el agua para evitar la oxigenación excesiva. Y, cuando las plantas luzcan marchitas, el secreto es cortar los tallos también bajo el agua y mantenerlos así (con hielo) por media hora”, recomienda la joven ikebanista.