Argumentos hay muchos como para convertirla en una marca registrada de los tucumanos, que, por cierto, no sería precisamente motivo de orgullo. Es difícil precisar la fecha de nacimiento, pero lo cierto es que ella forma parte del paisaje cotidiano: se la puede encontrar a diario en los accesos y calles de la capital, a la vera de las rutas y caminos, bajo los puentes. La basura, en sus distintos formatos, nos acompaña desde tiempos inmemoriales.
“La basura opaca la belleza de Tafí del Valle” fue el título de una nota publicada el primero del mes en curso, que puso de relieve una vez más el intercambio de reproches entre los vecinos y los funcionarios. Los primeros señalaban que el servicio de recolección es deficiente y ello se ve reflejado en la basura desparramada en las calles. Se quejaban porque los contenedores eran insuficientes, y que los encargados de la recolección no cerraban las tapas, permitiéndoles a los caballos comer los desperdicios y desparramarlos, contando como aliado al viento que esparcía los restos por calles, arroyos y canales. El intendente tafinisto responsabilizó a los vecinos. “No es la culpa de los empleados municipales, la gente no ayuda, espera que pase el camión y recién saca la basura”, afirmó.
A lo largo de los años se han planteado diversas salidas, desde la concientización ciudadana hasta el tratamiento de la basura que les generaría a los municipios una fuente de ingresos, como bien lo entendió la actual administración de Tafí Viejo. El urbanista colombiano Gustavo Restrepo dijo en una oportunidad que una política pública de continuidad en el manejo los subproductos llamados “basura” plantea, primero, la urgente necesidad de una visión integral, no solo municipal sino metropolitana del asunto. “Esta visión debe incluir temas relacionados con la disposición y manejo final de los residuos: un sistema integrado espacial, social y económico adecuado para su gestión, sea a cielo abierto o en proceso de planta cubierta... Si el tema comienza por la concientización y la educación, esta debe ser para todos: niños, jóvenes y adultos. La familia, la escuela y la ciudad deben generar una construcción de acuerdos en el manejo y disposición de los residuos. El buen comportamiento es ético y estético, pero es salud y pulcritud la actitud individual que invita a la participación comunitaria”, dijo.
Es “una cuestión cultural” es generalmente la respuesta conformista a esta problemática. La ecuación no es complicada: si hay una bolsa, un envase de plástico o papeles en la vía pública es porque alguien los ha arrojado en forma desaprensiva para que otros los levanten. ¿Y qué se puede hacer con esa ciudadanía irrespetuosa de sus pares y de sí misma?
Cada tanto surgen iniciativas de ciudadanos que son un pequeño y valioso aporte, como por ejemplo, deportistas que realizan “plogging”, una combinación de trotar y recoger basura que han puesto en práctica en el parque Avellaneda, o un grupo liderado por un ingeniero agrónomo que recorre calles céntricas levantando desperdicios.
Nos parece que se podría promover la educación ambiental ya desde la escuela primaria para generar tempranamente conciencia. Se podrían organizar talleres para adultos en los barrios, por ejemplo en las plazas, no solo para permitir una mayor participación, sino para involucrarlos en ese lugar común; podrían idearse visitas a los vaciaderos cercanos, y reflexionar sobre la mala costumbre y los riesgos de la contaminación, e invitarlos a limpiarlos.
De poco servirá poner contenedores en todas las cuadras si el ciudadano es un analfabeto ambiental. Si no educamos desde la infancia a los niños sobre la importancia de cuidar la salud de esta casa de todos, que es el lugar donde vivimos, esa compañera maloliente y fea seguirá junto a nosotros.