“El que no lee, a los 70 años habrá vivido sólo una vida. Quien lee habrá vivido 5.000 años. La lectura es una inmortalidad hacia atrás”, afirmaba Umberto Eco, de cuya muerte se cumplen hoy cinco años. El mundo sin Eco quedó un poco más huérfano, la clase de sentimiento generada por la pérdida de esas figuras escasas, esporádicas, geniales, que emergen para ayudarnos a comprender y a sobrellevar los vaivenes de la existencia; los más complejos y los más simples. Algo similar sucedió el año pasado con el fallecimiento de Quino. Talentos excepcionales a los que jamás dejaremos de extrañar.
Para un bibliómano como Eco, la transmisión del amor por los libros era una misión sagrada. Por eso, además de escribirlos, dedicó a su vida a recomendarlos, divulgarlos y desmenuzarlos, siempre desde un lugar alejado de la rigidez académica propia de incontables filósofos y semiólogos. Ese sabio que conocía todas las cosas simulando que las ignoraba para seguir aprendiendo -brillante definición del periodista Juan Cruz- se emocionaba como un chico al descubrir nuevos cómics o series policiales de televisión. Con el mismo celo diseccionaba los capítulos de “Columbo” y las tendencias que percibía en la sociedad, por ejemplo, al momento de acercarse a un hecho artístico. Todo lo que Eco nos enseñó -y nos enseña- sobre el lenguaje y la comunicación, ese sendero de migas trazado entre la maleza del ruido contemporáneo, se tiñe de humor, de ironías, y a la vez de un amor profundísimo, respetuoso. También de posturas inapelables. “He perdido la libertad de no tener una opinión”, se sinceró.
Para Eco, como para Rilke, la patria es la infancia. La vida adulta, sostenía Eco, no es otra cosa que la recuperación continua de aquellos retazos de niñez, los flashes de sabiduría que vamos incorporando y terminan de conformar el todo que nos constituye. Pero, a la vez, no quería saber nada con volver a la juventud. Se alegraba de haberla disfrutado y punto. Una vida, si es plena, resulta suficiente, sostenía Eco, más propenso a pensar en lo inexorable del final y a prepararlo con elegancia. La muerte, para Eco, significaba una experiencia desalentadora y humillante, el desenlace de esa sombra fugaz a la que llamamos vida. “Es necesario meditar temprano y con frecuencia sobre el arte de morir, para tener éxito de hacerlo correctamente sólo una vez”, definió. Por eso, para sobrevivir, se dedicó a contar historias. A imaginar otros mundos para olvidar cuán doloroso es este que nos tocó.
En el Eco novelista asoma por todas partes su idolatrado Borges. Y como le sucedió a Borges, escribir y leer hicieron de Eco un hombre completo, que amaba el olor a tinta por las mañanas y se maravillaba llenando con palabras propias y extrañas los vacíos que le iban apareciendo. Pero si a Borges lo atenazaba el remordimiento de no haber sido feliz, de haberse aplicado “a las simétricas porfías del arte, que entreteje naderías”, Eco se obstinaba aferrándose a los libros. Fueron su tabla de salvación en un mundo al que sentenciaba desordenado y decadente, los que le enseñaron que no todas las verdades son para todos los oídos y que, a fin de cuentas, un sueño es una escritura, y muchas escrituras no son más que un sueño. Entonces, ¿fue Eco un hombre feliz? La certeza es que por medio de su pensamiento y de su imaginación nos fascinó, nos desafió, nos ilustró y nos interpeló. Son territorios en los que suelen formarse remolinos de felicidad.
Del Eco implacable nos queda su desconfianza de Internet -ese aleph que Borges describió en una casa de la calle Garay- y su rechazo a las redes sociales, a las que caracterizó como una tribuna en la que “el tonto del pueblo” opina con la misma autoridad que un premio Nobel. Murió a los 84 años en su amada Italia sin dejar de sorprenderse y de emocionarse por un poema original y profundo, por un cuento de desenlace impensado o por el intríngulis de alguna saga de detectives, esas como “El nombre de la rosa”, que hasta el epílogo nos mantienen en vilo: ¿quién será el asesino?