Por Roberto Pucci. Profesor titular de la Licenciatura en Historia de la Universidad Nacional de Tucumán.
En un diálogo con colegas del Club Político Argentino sostuve que el Gobierno de Menem, como todo el peronismo en sus diversas reencarnaciones históricas, nunca fue democrático.
¿Cómo, pero entonces el llamado primer peronismo, el peronismo histórico, tampoco fue democrático? No: se originó en el Golpe de Estado del 4 de junio de 1943 como una dictadura militar implacable y represiva, amiga de los gobiernos totalitarios de Hitler, Mussolini y Francisco Franco, y se convirtió luego en una dictadura plebiscitaria y en un régimen de cuasi partido único, que persiguió arbitrariamente a la ciudadanía disidente o sencillamente no sometida, convirtiendo a quien se rehusara a la constante adulación y al acomodo en un paria sin ciudadanía. Expurgó a las universidades de sus mejores integrantes, expulsando a miles de docentes e investigadores; hizo de la educación primaria y secundaria una tribuna de adoctrinamiento y propaganda; amordazó a la prensa independiente; monopolizó los medios de comunicación; depuró a la Justicia de sus miembros más honestos; encarceló por años a los líderes parlamentarios y a los dirigentes sindicales opositores (los creadores de la Fotia, entre otros), e impuso una censura cultural oprimente y hasta infantil por sus aberraciones, como prohibir la difusión de algunos tangos debido al lunfardo prostibulario de sus letras.
Frente a esto, alguien diría que la década menemista fue un dechado de civilidad, sobre todo si la cotejamos con la infausta gestión de 1973-1976, que comenzó con la masacre de Ezeiza, y prosiguió con un reguero de secuestros y de crímenes callejeros cometidos por peronistas de izquierda y de derecha, estos últimos organizados y conducidos por el Gobierno pretendidamente constitucional de Perón y, luego, de su viuda, quienes introdujeron el Terrorismo de Estado que los militares del Proceso continuaron luego de 1976.
Por cierto que el Sr. Menem no anduvo asesinando ni encarcelando opositores, pero no olvidemos que “Pino” Solanas, siendo diputado peronista disidente, fue ametrallado en plena calle Corrientes por bandidos que respondían a su política. La democracia, sin embargo, no se reduce a evitar semejantes extremos, ni al ritual de votar cada cuatro años y, luego, volver a casa por los siguientes cuatro años, mientras el Gobierno hace lo que se le ocurra. En su formulación moderna y actual, requiere de una estricta división de poderes para poner límites al ejercicio arbitrario del Ejecutivo y asegurar los derechos ciudadanos, comenzando por el respeto de las minorías, que en una democracia son siempre circunstanciales, porque lo que hoy es mayoría mañana será minoría. Pero Menem imperó como un monarca carnavalesco que, para asegurar su poder unanimista, no vaciló en atropellar a la Justicia y a la Corte Suprema, dejando de herencia al país el turbio mundo de Comodoro Py. Y si fue velado en el Congreso pese a estar condenado a prisión por pagar sobresueldos a sus tinterillos con dineros del Estado, se debe a la impunidad así obtenida.
En cuanto a los gobiernos de provincia, fueran o no de su propio partido, aplicaba un método sencillo, que el peronismo siglo XXI, su heredero, repite puntualmente: asfixiar presupuestariamente a los gobernadores que no se subordinen. El estilo de gobernar con un Parlamento sometido, que no representa a los ciudadanos porque responde ciegamente a las órdenes del caudillo supremo del momento, le permitió, además, proceder al desguace neoliberal del Estado, imponiendo una congelación del dólar que operó como un subsidio desaforado a las importaciones; demoliendo la industria y la estructura productiva nacional, y dando origen al país de pobres, mendigos y gente sin trabajo que somos hoy.
Recordemos, finalmente, dos episodios vinculados a su gestión: primero, la megalomanía de construir una pista de aterrizaje tan extensa como la del Aeropuerto Jorge Newbery en su mansión de Anillaco para llevar de juerga a sus amigos y seguidores políticos en el Tango presidencial. Una anécdota propia de los dictadorzuelos de cualquier lugar del orbe que tratan a los bienes del Estado como si fuesen su patrimonio personal.
Pero no hay lugar para esbozar ninguna sonrisa a propósito de los dos atentados más trágicos de la historia argentina, los de la Embajada de Israel y de la AMIA, que permanecen impunes por su conducta encubridora. En el caso de la Embajada, la Corte Suprema de la “mayoría automática” -que Menem integró con un empleado del bufete de su hermano Eduardo y otro individuo de los servicios de seguridad de su Gobierno-, dictaminó que la explosión fue un autoatentado que se había originado en el supuesto arsenal existente en los sótanos del edificio. Esta calumnia antisemita fue elaborada por una comisión de ingenieros presidida por un profesional tucumano de la UNT adherido al partido militar de Bussi,
¿Menem demócrata? Dudosamente, menos aún si levantamos la mirada y lo juzgamos, y nos juzgamos a nosotros mismos, según los diversos modelos de democracia real, no de fábula, imperantes hoy en el mundo.