Un runrún de derbake se filtra por una hendija del horizonte. El aroma del arak le hace un guiño al espíritu porque tal vez sabe que es viernes. La primavera neoyorquina no logra disiparle el desasosiego. Desde hace varios días, se han apoderado de él la fiebre, una tos que no le deja en paz, la exudación nocturna. La pérdida de peso se ha acentuado. Uno de los retratos a lápiz lo mira con alguna melancolía. Su deseo se pierde una vez más en las ondas de esas pupilas negras que le laten en el pecho.
El laúd le dibuja su silueta en la melodía. Cuántas veces ha soñado que un dabke íntimo los entrelazaba... La memoria pestañea. Puede escuchar ahora la vocinglería del mercado de Beirut. Los colores del Bisharri natal se trepan a su silencio. Ve a su abuelo materno abrirle las puertas del conocimiento universal, antes de partir con su madre a Estados Unidos, con la esperanza de un destino más gentil. La pobreza los persigue en Boston. Ha regresado luego a El Líbano para aprender decentemente el árabe y el francés. Vuelve a Washington. Trabaja diseñando portadas de libros; sus dibujos comienzan a venderse. 1904 le ha dejado un mojón en el zurdo. En el estudio de Fred Holland Day, donde exhibe sus carbonillas, se iluminan de golpe sus 21 años. Un misterio de negra cabellera lo envuelve intempestivamente casi hasta quitarle el aliento. “¡Qué interesante los trabajos!”, comenta la pudorosa sonrisa. Le tar tar tartamudea el co co corazón. Los ojos decidores de la directora de una escuela para niñas en Boston, le están leyendo el patio de atrás del alma.
Un escalofrío lo sobresalta. “Cuando el amor os llame, seguidle, aunque sus caminos sean duros y escarpados. Y cuando sus alas os envuelvan, doblegaos a él, aunque la espada oculta entre sus plumas pueda heriros…” Ella le lleva una década, pero el amor, ¿lo puede todo? Ahora duda.
El halil le trae rumores de la montaña libanesa que invaden el Central Park, donde las reflexiones y muchos versos florecen. Ella le insiste que escriba en inglés. Conquistará así al gran público. Como intuye los jóvenes bolsillos escuchimizados, lo ayuda a instalarse en París. Estudia. Pinta. Sus cuadros concitan la atención crítica parisina. El afecto los une. Las cartas lo consolidan. Mucho más cuando se instala en la Gran Manzana, con el apoyo de ella.
Cada vez que la dibuja, un cosquilleo le hace tiritar la mollera del sentimiento. Esa boca se acerca. Se aleja. Seduce. Flirtea. No se deja asir. Desconcierta. Mutis por el foro. “Creo que es un error tuyo negarte a tener un contacto más íntimo. Un hombre en su pasión se guía por tres cosas: la lógica, el corazón y el sexo. Cada una de estas cosas lo gobiernan durante un determinado período; la lógica y el corazón me gobernaron durante muchos años. Pero, ahora, aparece el deseo sexual. Me dijiste: ‘querido, vamos a dejar el mañana para mañana’. Y en ese momento me sentí pequeño e ingenuo. A las cosas importantes las has venido tratando como si no fueran nada… Yo te amo. Mi deseo es mayor que tu deseo hacia mí. Cada vez que te encuentro, tu presencia llena todo el espacio que me rodea”.
El dolor hepático lo está aporreando. Confabulación de dos males. Las horas cuentan sus días. Él lo sabe. El profeta le ha dado celebridad, pero de qué sirve la fama, la alta filosofía el misticismo, si ella... El qanun y el daf lo acarician con una melodía. “Porque así como el amor os corona, os crucifica. Así como os hace crecer, también os poda. Así como se eleva hasta vuestras copas y acaricia vuestras más frágiles ramas que tiemblan al sol, también penetrará hasta vuestras raíces y las sacudirá de su arraigo a la tierra...”, piensa.
Poemas encendidos. Pasión en palabras. Verbos ardientes. No logran derrotar las defensas de la educadora, a quien otro galán desposará. “Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar... cuando llegues al final de lo que debes saber, estarás al principio de lo que debes sentir”, dice.
1931. Ese 10 de abril, la cirrosis y la tuberculosis se han amotinado. Con desesperación, la fiel Bárbara, secretaria y compañera, ha salido a buscar a un médico. Una brisa fría merodea su meditación. “¿De qué sirvió haberte amado tanto, habibati Mary Haskell? Amar y no ser amado o ser amado y no amar, ¿qué es preferible? El alma de mi corazón ha podido tocarte, pero las yemas del deseo siguen huérfanas de vos… se burlan en mi insomnio… Será que un beso vale más que cien poemas de amor”, dicen quizás los 48 años de Khalil, ese muerto que ahora habla en las tinieblas del tiempo.
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