J.R. Moehringer, Premio Pulitzer en 2000, suele encontrar la veta para contar a un padre que apenas conoció. Lo hace en El bar de las grandes esperanzas y también en El campeón ha vuelto. Y nos habla también de padres en Open, la biografía sobre André Agassi que se convirtió en un referente de la literatura deportiva. Agassi, cuenta Moehringer, era sometido a prácticas extenuantes por su exigente padre. Esas exigencias se trasladaban a cualquier otro ámbito de su vida. Como pulgas que le picaban el cerebro constantemente. Solo que las luces de la fama no permitían verlas. Si Agassi pudo desahogarse de las penas paternas ante el micrófono de Moehringer, Moehringer se desahogó de las suyas escribiendo.
El campeón ha vuelto es más que la historia del boxeador Bob Satterfield, de quien le cuentan que vive en las calles, sin un peso. Moehringer da con él y entablan cierta relación. Pero se dará cuenta de que el ex boxeador no es quien creía y ahí es cuando se abre una historia paralela que lo lleva a recordar a su padre. El deporte es una gran herramienta para contar a los padres. El campeón ha vuelto fue finalista del Pulitzer de 1997. Si van a buscar este libro traten de que sea la versión de 2016, de Duomo ediciones (Duomo Nefelibata), ya que tiene un agregado imperdible del autor acerca del periodismo actual. Es una clase magistral para periodistas y estudiantes.
De hecho, Moehringer cuenta que llegó a la historia de El campeón ha vuelto escapando de un periodismo que, en los 90, repetía lo que decía la televisión, sin chequear fuentes ni datos. Hoy pasa lo mismo pero a la televisión se sumaron las redes sociales. Estaba en una redacción en la que los periodistas eran amenazados por la falta de trabajo. Cuando hubo una ola de despidos, a él lo intranquilizó -irónicamente- no estar en esa lista. Tal vez porque no se animaba a decirle adiós a ese periodismo que ya no era el de las redacciones bohemias que mutó a fines de los 80. Recuerda que aquel periodismo no era noble y que todos redactaban de la misma manera: “rápidamente”. “Comprendí que en realidad hay dos tipos de historias en el mundo: las que los demás quieren que cuentes y las que quieres contar tú. Y nadie va a dejarte así, sin más, contar las segundas. Tú tienes que pelear para ganarte ese privilegio, ese derecho”, entendió. Así que cuando le contaron la historia de Satterfield empezó a esconderse de sus jefes durante horas para hacer llamadas telefónicas y contactarlo o dar con alguien que le ayude a encontrarlo. En esos momentos supo que lo que le interesaba, más que la historia en sí, eran las relaciones entre padres e hijos, la masculinidad, los valores y la identidad.
La que también cautivó a Moehringer en la historia de Satterfield fue su fascinación desde siempre sobre las personas que de un día para otro desaparecen, que abandonan a su familia, a su pasado. Satterfield era, en definitiva, el eco de su propio demonio paterno. Conoció a su papá a través de su voz, ya que trabajaba en la radio. En su casa, cada vez que se lo escuchaba, aparecía alguno de los adultos para cambiarle la emisora. Ese gesto le generó más intriga. Hasta que a los 17 años tomó la decisión de ir a buscarlo. El encuentro fue en la cafetería de un aeropuerto. “Dos desconocidos que tenían la misma nariz, la misma barbilla”, lo recuerda. Y habla de “voltaje emocional”. Ahí supo que su padre había cambiado su futuro promisorio por el alcohol y las deudas. Ese encuentro fue simpático, con risas, y terminó con un abrazo. “Era la primera vez que abrazaba a un hombre”, dice Moehringer. “Lo quería con esa desesperación con la que queremos a alguien cuando necesitamos quererlo”, reflexionó.
Mucho después de ese abrazo y con la historia de Satterfield encaminada, Moehringer encontró respuestas en un libro: “Mientras leía Moby Dick, la biblia de la obsesión, que proporciona un tipo de placer especial de lectura cuando sustituyes la palabra ‘ballena’ por la palabra ‘padre’”. Y ahí, frente a la lectura y también frente a Satterfield, Moehringer supo de su incapacidad para “dejar en paz al pasado”. Leyendo a Herman Melville aprendió que el ex boxeador era su Moby Dick y que él se había convertido en el capitán Ahab.
Despidiendo a Gabo
Contar a los padres, describirlos, es un ejercicio necesario. Tal vez lo mismo haya sentido Rodrigo García, el hijo de Gabriel García Márquez, a quien recuerda en su reciente Gabo y Mercedes: una despedida (Random House). Escribe que le cuesta escribir, que siente miedo y decepción mientras la enfermedad consume la vida de su padre. Que se le hace un nudo en la garganta ante ese padre que va perdiendo la memoria, “que vive estrictamente en el presente, sin la carga del pasado, libre de expectativas sobre el futuro”.
A diferencia de Moehringer, García todavía encuentra futuro en su padre, porque al menos lo tiene y al menos es testigo de su largo adiós. Ya no en un aeropuerto, como le pasó a Moehringer en su breve encuentro paterno, sino en el acompañamiento sin fecha de final. García tiene al menos las piezas para armar el rompecabezas. Y frente al libro reflexiona que “todo lo que vale la pena saber se aprende todavía en casa”.
Cuando le avisan que su padre murió, entra a la habitación y lo encuentra como “fulminado”, se le acerca al cuerpo y maldice. “Su cabeza yace de lado, su boca está un poco abierta y se ve tan frágil como puede verse una persona. Verlo así, en esta escala tan humana, es aterrador y reconfortante”. Relacionado al mundo de la televisión, unas páginas después García entenderá que su decisión de irse a trabajar a Los Ángeles se trató de un acto de inconsciencia: “para hacer mi propio camino lejos de la esfera de influencia del éxito de mi padre”.
“El retorno a la normalidad transcurre lenta pero inexorablemente”, recuerda García a medida que pasan los días posteriores a la muerte del escritor y mientras prepara su regreso a Los Ángeles. En el vuelo observa que la pasajera ubicada a su lado lee Cien años de soledad. Su madre, Mercedes, murió el año pasado víctima de una vida de fumadora. Su hijo dice que siente una “admiración renovada” por sus padres.
Y cuenta que él, Rodrigo García, con la muerte paterna consumada, al fin de cuentas es un hijo que le hace caso a ese padre que solía decirle “cuando esté muerto, hagan lo que les dé la gana”.
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Alejandro Duchini - Periodista.