La vinculación íntima entre las expresiones artísticas y la denuncia política viene de larga data en las artes visuales, en tanto ramificación de la preexistente relación entre el arte y el poder.
La Iglesia católica y los mecenas del renacimiento fueron clave para el desarrollo de la pintura y la escultura; al mismo tiempo las condicionaron con sus pedidos y exigencias estéticas. Con las revoluciones Francesa e Industrial comienzan nuevas manifestaciones, donde en los salones de plástica empiezan a filtrarse cuadros de la corriente realista que recreaban situaciones sociales antes silenciadas (“Los picapedreros”, de Gustave Courbet, generó escándalo en París en 1850). Décadas antes, Francisco de Goya volcó sus fantasmas internos en la serie “Los desastres de la guerra”, de una brutalidad pocas veces vista antes.
En los principios del siglo XX, el arte político se volvió propagandista sin tener en cuenta trincheras. La Unión Soviética reclutó a grandes artistas, que hicieron de los afiches callejeros una expresión acabada de la síntesis visual al servicio de un discurso; enfrente, el régimen nazi en Alemania o el fascismo italiano tuvieron a sus creadores. La guerra civil española abundó en ejemplos de esta clase, con un frente de batalla paralelo al de las balas expresado en carteles. En México, el muralismo abrió una escuela propia de proyección internacional, con artistas de clara identidad ideológica.
El fin de la Segunda Guerra Mundial trae aparejado un nuevo territorio, donde en vez de lienzos o cartulinas el soporte eran las paredes. Al principio, los graffitis fueron sólo una frase y una mínima y sencilla imagen (el emblemático “Kilroy estuvo aquí”, con una cara asomándose) hasta que en los 60 expresaron distintos aspectos del malestar social, como en Estados Unidos con la guerra de Vietnam o la lucha de las minorías por los derechos políticos; o las reivindicaciones estudiantiles del Mayo Francés.
Ese impulso no cedió nunca más. Con renovada fuerza, la calle pasó a ser el sitio de resonancia de la denuncia popular a los atropellos, aparte de espacio para contar historias. El arte urbano desde los 90 es una mezcla entre ambos impulsos. Conviven lo político con la simple expresión estética con el uso masificado de los stencil como soporte de reproducción en serie. Más acá en el tiempo, Bansky se recorta como el exponente más importante en lo comercial de una tendencia que no tiene freno, con sus obras millonarias en las que plantea situaciones graves, como el drama de los migrantes en Europa.
Desde la irrupción de internet y las redes sociales como eje de la comunicación en masa, el arte político (el español Rafael Canogar prefiere hablar de realismo o crónica de la realidad) se transformó en bits. En ese terreno se expresa en tiempos y lugares donde estar en la calle pone en riesgo vidas.
Graffitis en Kabul
Con todas las miradas del mundo volcadas en Agfanistán tras el desbande de los Ejércitos occidentales y la toma del poder por parte de los talibán, la labor de concientización que desarrolla la graffitera Shamsia Hassani adquiere un carácter crucial. Desde su cuenta de Instagram (donde tiene más de 200.000 seguidores), la artista feminista de 33 años vuelca dibujos donde alerta sobre un futuro al que teme.
El retorno a disposiciones religiosas estrictas, basadas en una interpretación extrema del Corán, implicaría un deterioro de los derechos políticos y sociales de las mujeres afganas, y la pérdida de conquistas en estos últimos 20 años como el libre desplazamiento sin ser acompañadas por un hombre, el acceso a la educación, la elección de cómo vestirse o el matrimonio no forzado. Todos estos principios son expresados en sus obras, que recorren las pantallas del planeta.
Un día antes de la caída de Kabul, donde vivía, el sábado 14, Hassani posteó la imagen de una joven pintada en colores vivos, llevando en una maceta una flor de panadero que ofrenda a una figura negra, armada y con ojos rojos, sobre un fondo también negro, describe Dolores Pruneda Paz para la agencia Télam. “Tal vez sea porque nuestros deseos han crecido en una olla negra”, decía la publicación.
Cuatro días después, Hassani (nacida en Irán en 1988) subió otra imagen, bautizada “Muerte a la oscuridad”, en la cual una niña estaba de rodillas frente a unas botas negras y la misma flor se esparcía por el suelo. Sus dibujos de instrumentos siendo tocados por músicas también se instalan en el pasado, ante el rechazo del nuevo régimen a esa práctica, incluso dentro de las casas. La artista avisó que está a salvo, pero nadie puede precisar su destino; mientras tanto sus obras se reproducen en Facebook y en WhatsApp. En ellas, la protagonista aparece con “los ojos cerrados, porque no tiene nada bueno que ver a su alrededor ... y a veces no puede ver su futuro”, describió en 2018.
Hace 10 días, señala Télam, el artista Omaid Sharifi, cofundador y director de Art Lords, colgaba en Twitter un video en el que tres jóvenes seguían trabajando un mural urbano y escribía: “Buenos días #Kabul. Estamos pintando un mural hoy, ahora. Me recordó la famosa escena de (la película) @Titanic donde los músicos tocan hasta que el barco se hunde. Espero que estés disfrutando al ver nuestras miserias, mundo”.
Las miradas van más allá. Malina Sulivan (afgana radicada en la India) se expresa en contra del uso compulsivo del burka azul, que interpreta como una forma de sometimiento de la mujer y consumación de una cultura patriarcal retrógrada. Y hay otras, como Lida Abdul, Kubra Khademi y Rada Akbar, fotógrafa que pudo salir rumbo a Francia.
Otro artista emergente de este siglo en Afganistán y trabaja sobre la niñez y la inocencia perdida en la guerra es Azim Fakhri. Influenciado por la obra de Bansky y con críticas tanto a los talibán como a Estados Unidos, se radicó en Alemania tras sufrir numerosos ataques. “El arte es el arma más poderosa que existe porque no tiene balas dentro. No habrá espacio para el arte, tampoco para las mujeres (en su país). Yo haré todo lo posible por hablar por mi gente pero desde allí será muy difícil”, alerta. Y sabe de lo que habla.