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20 Marzo 2022

Hay idiomas que van incorporando, necesaria o innecesariamente, nuevos vocablos. Eso, y su uso, los confirman como lenguas vivas. Dicha esta obviedad, vamos al tema.

A diario usamos una palabra que no existía hace unas cuantas décadas y que hoy se encuentra en todas las lenguas del mundo. Está en todas las lenguas, pero no en los diccionarios de la lengua, aclaro.

No es necesario hacer grandes elucubraciones ni forzar la memoria en este juego de pálpitos para encontrarla. Señoras y señores: la palabra es Google. Es más, ya como una cuestión natural, su uso tan extendido ha generado el verbo guglear, que como bien sabemos significa consultar en Internet, mediante ese motor de búsqueda, cualquier cosa que se nos ocurra. Los resultados suelen ser buenos a veces (sólo a veces), pero esa es otra cuestión.

Siendo palabra tan nueva debía de tener un inventor fácil de ubicar. Y sí, lo tiene; es una palabra de autor. Se le atribuye a Milton Sirotta, un niño que tenía nueve años en 1938. Su tío, el matemático Edward Kasner, le preguntó qué nombre le pondría a un número casi imposible de imaginar: un uno seguido de cien ceros. El niño, sin dudarlo, dijo: googol.

A esta altura del relato, y para no confundirnos, tendríamos que hablar según la fonética: Guguel (el buscador) y gúgol (el número de los cien ceros). Hijos del mismo padre, que era apenas un niño, ambos términos zigzaguean en todos los idiomas; uno a nivel muy popular, y el otro en un ámbito específico de las Matemáticas; ése donde la ciencia parece rozarse con la fantasía.

Y ahí sí, el componente fantástico de la realidad hizo que un error se convirtiera en un vocablo universal. Google debía llamarse Googol, pero alguien lo escribió mal. Claro que en este caso, lamentablemente, no sabemos quién fue el autor de ese error; es decir, el responsable de un bautismo exitoso.

A diferencia del mundo científico, nada nuevo hay bajo el sol en las huestes de la imaginación. Jonathan Swift, en su novela Los viajes de Gulliver, inventó el nombre Yahoo en el año 1726. No es para asombrarnos, entonces, de que un niño a comienzos del siglo XX bautizara un invento que nacería varias décadas después; en 1998, precisamente.

Denis Guedj, en su libro El imperio de las cifras y los números, traza un paralelo que da el siguiente resultado (resultado de color, pero lo suficientemente gráfico como para que podamos entenderlo): el número de gotas que caen sobre New York durante un siglo es muy inferior a un googol. De ser verdad, que lo es, el número asusta. Así y todo, el pequeño Milton Sirotta, cebado ya por su astucia, imaginó un número aún mayor que el googol: el googolplex.

Pero ¿para qué seguir preocupándonos por una cuestión sinfín? Ningún número marca el infinito. El infinito no existe en la numerología. Tal vez por eso las artes gráficas vinieron en su ayuda: el infinito es un sencillo 8 acostado. Entonces sí, podemos encerrarlo en nuestro cuaderno de apuntes, lo que ya es bastante.

Y una pregunta final: ¿Guglear es ir en pos de un objetivo, y desviarnos cien veces hasta olvidarnos del lugar al que íbamos? ¿O guglear es tropezar cien veces con un mismo cero y sentirnos felices de volver a tropezar otras cien veces, mañana, pasado mañana, cualquier día?

© LA GACETA

Rogelio Ramos Signes – Escritor.

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