Estos 25 tucumanos son héroes de verdad

Las islas Malvinas. Las islas Malvinas.

Pasan los años y los recuerdos van borrándose. Transcurrieron décadas desde que se abrió la herida de Malvinas, guerra que se cobró 649 vidas argentinas. Entre esos caídos había 25 tucumanos. Las preguntas se acumulan: ¿quiénes eran? ¿En qué rincón de la provincia nacieron? ¿Qué fue de su infancia, de su adolescencia, de su juventud? ¿Cuáles eran sus ideas, sus aspiraciones, sus sueños? Esos tucumanos eran hijos, hermanos, amigos, en varios casos esposos, y también padres. ¿Quién los recuerda? ¿Cómo? ¿Cuál es su legado?

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LA GACETA presentó hace cinco años un desafío periodístico, con forma de suplemento, que propuso indagar en cada una de esas historias: las de los tucumanos caídos en combate. Los enfoques sobre Malvinas siempre habían girado sobre cuestiones geopolíticas y estratégicas. Sobre el reclamo de soberanía. Sobre el registro de las batallas libradas a partir del 2 de abril de 1982. Sobre lo que cuentan -y dejan de contar- libros y manuales. Y, en especial, sobre la visibilización o invisibilización de Malvinas como causa nacional, atada a los vientos políticos de turno. Toda esa construcción prescindió de los actores protagónicos. Los muertos en las islas terminaron siendo un número, una nota al pie de página. Héroes, sí, pero sin nombres ni apellidos. Ese malestar en la cultura malvinera fue encontrando atenuantes durante los últimos tiempos, pero sigue estando allí.

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La efeméride -nada menos que 40 años- lo remueve todo. Pero ese debate candente que abarca lo que la guerra y sus consecuencias significaron para la Argentina vuelve a pecar de sesgado. Los temas se repiten, mientras que a las pequeñas grandes historias de quienes hicieron patria en las islas es mucho más difícil encontrarlas. Tampoco se trata de deslindar responsabilidades ni de torcer la mirada: los culpables del desastre estuvieron identificados desde el primer momento. Leopoldo Galtieri e Isaac Anaya, por caso, murieron condenados por la memoria colectiva. La cuestión es ir al rescate, todas las veces que haga falta, de aquellos que no pueden ni deben resbalarse del recuerdo. En este rincón de la argentinidad que nos toca, se trata de aquellos 25 tucumanos que marcharon a Malvinas para no volver.

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Que en el primer registro no eran 25, sino 23. Y con la particularidad de que los 23 compartieron el destino común de morir a bordo del Crucero General Belgrano, torpedeado y hundido por los ingleses el 2 de mayo de 1982. Por eso en los monumentos hay 23 nombres, no 25. Los dos que faltan corresponden a los soldados identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense en el cementerio malvinense de Darwin. Durante larguísimos años esas tumbas conformaron un prolijo enjambre de cruces blancas, guardianas de los argentinos enterrados como NN. Gracias al trabajo de los especialistas, realizado en Malvinas al cabo de extensas y para nada sencillas negociaciones, fueron identificados los cuerpos de Andrés Folch y Manuel Zelarayan.

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Ambos compartieron un destino común: la emigración de sus familias de Tucumán en la década del 60, cuando ellos eran niños. Folch se crió en Loma Hermosa, donde hoy una calle y un jardín de infantes llevan su nombre. Murió el 14 de junio, en la batalla de Puerto Argentino. Los Zelarayan se trasladaron desde León Rougés a Ingeniero Budge, en el Gran Buenos Aires. Manuel también fue homenajeado y en Lomas de Zamora a un edificio escolar le pusieron su apellido.

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De tan banalizado, el concepto de héroe se diluye. De tan empleada la metáfora, a cualquier hijo de vecino le cabe la distinción. Así que por estos tiempos no hace falta mucho para ser aplaudido como un héroe. Hacer un gol o atajar un penal ya es un acto heroico. El carácter excepcional del héroe, todo lo sacrificial que el término implica, fue perdiendo consistencia desde que se lo utiliza como un adjetivo más. No va a ser fácil devolverles a los héroes de verdad, como los que mueren combatiendo en una guerra, el lugar que les corresponde. A la vez, es necesario salir del lugar común y llamar a otras cosas por su nombre. No todo el que va a la guerra es un héroe; la cobardía es tan inherente al espíritu humano como el valor. De allí que sea tan importante, al momento de contar la historia, determinar qué hizo cada uno. Al emplear ese filtro de los cómo, los cuándo y los por qué se potencia -y homenajea- a los héroes reales.

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- A Roque Ramón Quintana le decían “Coqui”. Su familia construyó un monumento que lo recuerda en Santa Rosa de Leales.

- José Humberto Rodríguez era infante de marina. Estaba casado con Blanca y tenía tres hijos (José, Cristina y Karina) cuando embarcó en el Belgrano.

- Omar Madrid repartió sus afectos entre Tucumán y Salta. Estaba aquí cuando fue reclutado.

- Jorge Luis Vélez tenía varias pasiones: el fútbol, el tango, el boxeo y las plantas. Y le gustaba cantar “La pulpera de Santa Lucía”.

- Juan Edelmiro Barrionuevo, casado con Edith y padre de Jorge y de Cynthia, le envió una carta a su hermana con una premonición: “cuando nos enfrentemos con los británicos muchos no vamos a volver”.

- El cuerpo de Miguel González yace en el cementerio de Monteagudo. Es el único de los tucumanos que no descansa en el Atlántico Sur.

- Al conscripto Enrique Maciel Talavera el sorteo lo condujo a la Marina. Y de allí al Belgrano. En la medalla póstuma entregada a la familia el apellido está mal escrito: dice “Masiel”.

- Marcelino Guerrero tenía todo comprado para casarse en Buenos Aires con una novia que la familia -de la localidad de Tala Pozo, en Burruyacu- no llegó a conocer.

- Mario González se había salvado del hundimiento del crucero, pero en medio del oleaje y del frío intentó cambiar de balsa para cederle su lugar a un camarada. Y ya no volvieron a verlo.

- El nombre de Oscar Quipildor está inmortalizado en una avenida, una rotonda, una escuela, un salón del Alto Comando de la Armada y en dos monumentos: uno en Santa Fe, otro en Usuahia.

- José Alberto Romero había nacido en Bella Vista y cuando era un niño su familia se afincó en Buenos Aires. Estaba casado con Liliana y practicaba natación y apicultura.

- Mario Enrique Flores apenas conoció a su hijo. Mario Luis era un bebé de 11 meses cuando su padre embarcó.

- Tanto querían a Néstor Corbalán en La Posta (al sur de la provincia, a la vera de la ruta 38) que antes de su partida a Malvinas se organizó una fiesta en el pueblo.

- José del Carmen Orellana era un chico de Sauce Huacho (Graneros) que amaba el mar. Por eso eligió la Marina como un destino. A la última carta que le envió a su esposa, Genoveva, la firmó diciendo “Tu Héroe”.

- La familia de Manuel Alberto Medina se había mudado de Tucumán a Villa Celina, en Buenos Aires. “Mami, no quiero ir”, le confesó a Celia en una carta. Recién empezaba el servicio militar.

- Juan Carlos Reguero era de Taruca Pampa y, de chico, se imaginaba panadero. Decía que el Belgrano era un barco viejo y lleno de ratas. Hoy un busto lo recuerda en San Fernando (Buenos Aires).

- En Rodeo Grande (Trancas), una placa dibuja los contornos del crucero y conserva la memoria de Claudio Condorí. Tenía 21 años cuando subió al buque.

- La de Ángel Ricardo Juárez es una de las historias más lacerantes. Con apenas 16 años fue embarcado en el Belgrano. Un adolescente en el teatro de operaciones. Había iniciado el secundario en Ranchillos y a los 15 años ingresó a la Escuela de Mecánica de la Armada.

- Miguel Roberto Paz, maquinista del barco, nunca supo que iba a tener una hija. Era el esposo de Estela Maris, papá de Javier y de César, pero no llegó a conocer la historia de Andrea.

- A Juan Rolando Galván su familia lo llamó “el santo de Río Seco”. Un barrio y una plazoleta de esa localidad llevan su nombre, al igual que un pasaje del barrio Tiro Federal.

- René Antonio Escobar era fanático de San Martín y no dejó fotos vestido de uniforme. Su familia conserva la postal que envió desde el Belgrano, con una dedicatoria.

- No había cumplido 13 años y Víctor Antonio Nieva ya trabajaba para ayudar a su madre, Ángela. Tiempo después se enganchó en la Marina y navegó alrededor del mundo. Era de Aguilares.

- Francisco Alfredo Gálvez había pasado por la escuela Mitre y por el Tulio, y en un primer momento eligió el Colegio Militar, pero le dijo adiós a esa carrera para estudiar Ingeniería. No escapó de su destino: la conscripción lo derivó a la Armada. Y de allí al Belgrano.

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Uno por uno. Tucumanos. Héroes en serio.

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