Catorce maestros: “Argentinos que mejoraron la medicina en el mundo”

Por José Claudio Escribano.

17 Abril 2022

Entre los primeros actos por la conmemoración del bicentenario de su creación la Academia Nacional de Medina ha resuelto asumir un riesgo. El riesgo ha sido editar un libro de cerca de cuatrocientas páginas con las semblanzas humanas y profesionales de catorce argentinos que contribuyeron al progreso de la medicina en el mundo.

Bernardino Rivadavia, hijo de la Ilustración y de Mayo, y mentor de la gestación de esta gran casa, lo hubiera celebrado. Sólo evitan el error y la crítica quienes nada hacen ni arriesgan. La carga de juicios subjetivos que se acumulan en la elección de catorce nombres por sobre la pléyade de otros maestros sobresalientes de la medicina y la bioquímica argentina, ha estado, con todo, acotada por un condicionamiento específico.

Ese condicionamiento ha circunscripto este libro a precursores que gravitaron con investigaciones o técnicas quirúrgicas innovadoras sobre el curso de la medicina mundial. De modo que aquí contamos con un rasgo compartido, que cumple con la exigencia epistemológica de objetividad en este homenaje selectivo que se perpetúa en libro.

Pensé, de todos modos, en Salvador Mazza, que dedicó una vida al estudio del mal de Chagas y otras epidemias. Pensé en un pergaminense por adopción, Julio Maiztegui, cuya vacuna acorraló, con la utilización de suero de convalecientes, la fiebre hemorrágica o mal de los rastrojos. Pensé en Eduardo Castilla, gran genetista que configuró una red interdisciplinaria en América latina destinada a prevenir y buscar soluciones para las anomalías congénitas. Pensé en qué lugar y cómo exaltar la destreza quirúrgica de José María Mainetti, de quien una tarde, al visitarme en La Nación, René Favaloro comentó, en su jerga médica: “Vengo de La Plata de acompañar, cuando ‘hacía’ un hígado con 83 años, al más prodigioso artista que haya visto actuar en un quirófano: el doctor Mainetti”.

Acepté hacerme cargo de esta presentación después de dar mil vueltas ante la invitación que me hizo, en nombre de sus pares, el doctor Antonio de los Santos, presidente de esta institución. Por su involucramiento, junto al de relevantes colaboradores, ha sido posible este libro de prolongada preparación. Al colgar el teléfono, sentí haber quedado en situación manifiestamente más perpleja, y más vulnerable, que la del doctor Wilcox.

El doctor Wilcox protagoniza “Dios les conserve la alegría, caballeros”, uno de los cuentos con los que Hemingway cimentó su fama como escritor. Wilcox siempre portaba consigo un libro. Contenía una guía que, según Hemingway, al ser consultada sobre cualquier tema médico, te decía los síntomas y el tratamiento. Disponía de un índice cruzado, de manera que al consultar los síntomas te indicaba también el diagnóstico. El sueño de uno de los amigos de Wilcox era que en sucesivas ediciones se añadiera otro índice más de referencias cruzadas, de forma que si se consultaban los tratamientos, se revelaran las dolencias y los síntomas. “Para refrescar la memoria”, decía.

Wilcox había comprado la guía siguiendo el sabio consejo de uno de sus profesores: “Wilcox, usted no tiene ningún futuro como médico, y he hecho todo lo que estaba en mi poder para impedir que le dieran el título. Le aconsejo, en nombre de la Humanidad, que utilice este libro”.

Y bien, cuando comencé la lectura de la obra dispuesta por la Academia lo hice, como comprenderán, con una autoestima en conocimientos médicos bastante más reducida, si cabe la pretensión, que la del temerario personaje de Hemingway. En ese trance fui advirtiendo, por si fuera poca mi aflicción, que el equipo de redactores encabezados por de los Santos escribía en un español impecable, pero sin lograr el milagro de aclarar de golpe, a las entendederas de un indocto en estas ciencias, los complejísimos meandros de la fisiología, de la química o de las técnicas quirúrgicas en que el papel de catorce argentinos había contribuido al desarrollo de la medicina en términos planetarios.

Antes de concluir la tropezosa lectura había tomado conciencia de que el libro de la Academia desplegaba un cosmos tan instructivo como estimulante para los estudiantes de medicina y de disciplinas afines. Y que en la diversidad de las semblanzas y especialidades examinadas, los médicos en ejercicio hallarían un universo de conocimientos que a menudo amenguan las tinieblas del enclaustramiento. En este puente entre el pasado y el presente hay motivos de inspiración renovada para esa inmensa legión de profesionales a quienes los argentinos tienen sobradas razones para entregar su confianza.

Catorce maestros: “Argentinos que mejoraron la medicina en el mundo”

Celebramos el virtuosismo en la especialización, pero sin ignorar que se paga en cualquier profesión u oficio un precio por la endogamia, por la segmentación excesiva del conocimiento y por esa sinécdoque óptica que ya criticaba Descartes en el siglo XVII por iluminar una de las caras principales del objeto en estudio, dejando en la sombra las demás. Se trata de ser gentes de mundo y mente abierta como lo han sido estos catorce eruditos, formados en las universidades nacionales de Buenos Aires, de La Plata, del Litoral, viajeros impenitentes que se especializarían todavía más en centros de excelencia médica del exterior.

Sugiero por la fuerza didáctica un ejemplo provocador de Santiago Kovadloff a propósito de la crisis de la segmentación. Lo amaña con esprit que combina la sátira penetrante con la habilidad del ingenio. Concierne al caso de un físico que se hallaba tan absolutamente absorbido por su materia, que trataba a la mujer, desde luego que sin equivocarse, como el conjunto de átomos y células que ella naturalmente era. Terminó por perder la mujer, como imaginarán.

No renuncié a proseguir hasta agotarla la ardua lectura de las páginas que se sucedían a mi vista en medio de ilustraciones sobre procedimientos quirúrgicos por demás llamativas, pero que no mejoraban demasiado la comprensión del profano. Sin embargo, a medida que esas páginas pasaban, y tomaba notas que reproduzco al pie de la letra, fui confirmando que hay reglas de oro que la medicina comparte con otros espacios del conocimiento.

Creía saber algunas cosas elementales del contexto en que había penetrado. Como que la medicina es la ciencia y arte de prevenir enfermedades, de curarlas y, de no lograrlo, de paliar al menos los efectos adversos. Que la medicina lidia por la vida y lidia con la muerte, a la que con razón irónica, anotó el enorme escritor mexicano Carlos Fuentes, trata la incripción de una tumba en el cementerio de Brompton de Londres: “Aquí yace lady Wilson: “Pasó de la ilusión a la realidad”. Que la medicina y la bioquímica sólo progresan por el estudio, las investigaciones, las habilidades conferidas por la práctica denodada y, con frecuencia, por los recursos cuantiosos que deben invertirse en el terreno de su dominio, con el peligro, aun así, de empantanarse en callejones sin salida. Que la pérdida de las libertades, las regulaciones insensatas y la dilapidación de los recursos públicos perturban la evolución médica. Que los pacientes, aun en el silencio de sus angustias, desesperan por médicos que se ocupen tanto del cuerpo como de que lo piensan.

Catorce maestros: “Argentinos que mejoraron la medicina en el mundo”

Un viejo maestro de la medicina, Juan Carlos Arauz, aconsejaba por eso suministrar “las bondades del jarabe de pico”. Lo hacía con dosificado disimulo del drama que se patentiza en el personaje del Enfermo Imaginario en el teatro de Moliere, que niega, con pérdida de la alegría de vivir, la finitud de la condición humana.

En el juego cronológico entre lenguaje y pensamiento, el que precede al otro es el lenguaje. Ortega y Gasset pensaba de esa manera. Primero, imitamos los sonidos onomatopéyicos. Después, incorporamos voces que al principio son rudimentarias, y por último, articulamos un lenguaje para comunicarnos con los demás, como medio de trascender con el corazón y la razón en carácter de seres sociales. Cuanto más amplio y preciso sea nuestro vocabulario y mayores sean nuestras posibilidades de expresar formulaciones abstractas y de asociar ideas, más potente será el intelecto.

La avidez por la justeza de cada palabra se satisfizo cuando la Real Academia Española informó que Margarita Salas acababa de ingresar en la institución fundada por Felipe V en 1713. Margarita Salas murió hace tres años.

Fue una de las grandes científicas de España del último medio siglo. ¿Pero por qué, siendo ella ajena al campo de la lingüística había sido incorporada a la Real Academia? Por una razón simple: porque la biología molecular ha sido la disciplina que en las últimas décadas ha incorporado más vocablos al idioma español, y esto impelía a contar en la academia con autoridades competentes para decidir sobre la legitimación de cada voz novedosa en esta ciencia.

Por la vía del lenguaje la biología molecular ha certificado, por si no hubiera habido otros motivos para saberlo, sus enormes contribuciones a la humanidad en los últimos tiempos.

En el prólogo póstumo de Federico Pérgola se cataloga a los catorce gigantes de la medicina argentina como héroes civiles que otorgaron a la medicina el rango de verdadera disciplina científica. Cuánto de cierto hay en tal observación. ¿Cómo no habría de ser un héroe Luis Agote? Dice de los Santos que en 1914 Agote hizo la primera transfusión de sangre a un paciente con anemia, debida a tuberculosis pulmonar, en lo que fue un logro más seguro y eficaz que el de procedimientos precedentes. Utilizó sangre incoagulable por la adición de citrato de sodio. Pero primero puso el propio cuerpo para la nobel experimentación. Agote tenía 46 años de edad cuando ordenó que le aplicaran en sucesivos ensayos por vía endovenosa, primero a él antes que a un paciente, dosis crecientes de citrato de sodio. No patentó la innovación; la puso inmediatamente al servicio de combatientes en la Primera Guerra Mundial.

Catorce maestros: “Argentinos que mejoraron la medicina en el mundo”

Las catorce personalidades de estas epopeyas científicas representan un perfecto corte vertical de la sociedad argentina del siglo XX. Pero la de la Argentina dinámica en su desarrollo. La de la Argentina asistida por la certeza de que es indispensable procurar la movilidad social para quienes perseveren en el estudio y el esfuerzo personal. La de la Argentina fundada en el precepto de igualdad de oportunidades para todos y en la noción de que para garantizar esa igualdad el punto de partida está en impartir a la población una educación pública de primer orden desde la más temprana edad.

Lo testimonian así varias de las trayectorias de esta nómina notable. Enrique Finochietto había perdido a temprana edad al padre, un verdulero genovés. Eduardo de Robertis, uno de los precursores de la moderna biología celular, era hijo de humildes inmigrantes, y el único de tres hermanos que pudo completar una formación universitaria. René Favaloro, hijo de un carpintero, saltó a la fama, comentan Navia y Piñeiro, por haber colocado el puente aorto-coronario en un nivel superior a todo lo conocido hasta entonces. Favaloro había crecido en el barrio de El Mondongo, en las estribaciones últimas de La Plata que conectaban con los viejos frigoríficos de Berisso, y de ahí que la agudeza popular apodara al barrio como “El Mondongo”. O Julio César Palmaz, también platense, que se congratula de haber tenido un padre colectivero, y de la vocación casi ingenieril, dice de los Santos, con la cual ha reparado autos de carrera y en la que ha fincado parte de su concepción del stent coronario.

La vida de Palmaz refleja que las cualidades intelectivas se robustecen por acumulación de aprendizajes y que no existe para los seres debidamente templados el conocimiento inútil. Cierto día, relata el comentarista, en el suelo de su taller Palmaz encontró un trozo de metal con estructura de red, sin soldaduras ni juntas, utilizado por albañiles para fijar el revoque de las paredes. En ese modestísimo material desplegable Palmaz se representó de pronto lo que buscaba, que era algo afín a los stents utilizados durante la Primera Guerra Mundial para reparar heridas faciales.

Se observan problemas comunes en el desenlace conflictivo de extraordinarios éxitos profesionales de más de una de las personalidades abordadas en el libro. Uno de esos motivos concierne a violaciones éticas, cuando no legales, que suceden en las más diversas actividades. Esto llama la atención sobre la necesidad, por así decirlo, de levantar por un momento la vista del microscopio y conectarse a tiempo con la sociedad y con los centros mundiales de la salud a fin de defender los derechos intelectuales que emergen triunfalmente al cabo de muchas otras investigaciones que terminan frustradas. Palmaz ha debido afrontar doce juicios por diputas sobre la validez de la patente con que los Estados Unidos reconoció sus derechos de propiedad intelectual.

César Milstein, bahiense, recibió en 1984 el Premio Nobel de Química por sus teorías vinculadas con la especificidad y control del sistema inmune. Fue quien revolucionó el campo de la inmunología con el descubrimiento de los anticuerpos monoclonales. Dicen Helguera y de los Santos que Milstein había trabajado en este campo, más que en respuesta a un problema práctico inmediato, a inquietudes teóricas propias de las ciencias básicas. El Consejo de Investigaciones Médicas del que dependía el laboratorio de Cambridge donde se desempeñaba Milstein no consideró necesario patentar el hallazgo que conduciría a un sinfín de aplicaciones, que van, por ahora al menos, desde la prevención del rechazo de trasplantes al tratamiento de enfermedades de los huesos. Grave error de los amigos de Cambridge: en pocos años, los anticuerpos monoclonales empezaron a producir miles de millones de dólares para la industria biotecnológica.

Los años de maduración descollante tanto de Milstein como de Leloir, otro de nuestros Premio Nobel (1971), y en su caso por contribuciones al conocimiento de los hidratos de carbono, deben esperanzar a los estudiantes que presienten en algún momento la morbilidad del revés definitivo. Tanto Milstein como Leloir no se destacaron precisamente en la carrera de grado, pero se elevaron al fin como estrellas científicas. Desconozco los motivos de los atascos iniciales de Leloir, pero acaso Milstein haya dedicado como estudiante de Ciencias Exactas excesivo empeño en luchas anarquistas que derivaron en su exilio y después en la conquista de elevadas posiciones académicas en Cambridge.

Recuerdo a Milstein en la humildad de una pequeña, pequeñísima sala de Cambridge, ya retirado, desprovista de otros elementos de trabajo que no fueran su mesa y los anaqueles, también de metal, donde se amontaban solo carpetas. Cuerpo aparentemente frágil y la leve ironía que lo había llevado a simularse contrariado por haber recibido él, que era químico, el Premio Nobel de Medicina, y Leloir, que era médico, el Premio Nobel de Química.

Catorce maestros: “Argentinos que mejoraron la medicina en el mundo”

Esos hombres dejaron el ejemplo de lo que vale al fin una vigorosa tenacidad en lo que se han propuesto alcanzar. Fue lo que hicieron Milstein y sus colaboradores cuando creyeron haber estado a punto de descubrir los anticuerpos monoclonales, sin advertir la existencia de un contratiempo en el último tramo de los trabajos. No se arredraron y continuaron las investigaciones hasta descubrir que el aparente fracaso se había debido al uso de una partida de reactivos químicos con propiedades tóxicas.

He ahí, entonces, una de las bases esenciales del éxito, por añadidura a lo que provea la Providencia, para quienes trabajan en investigación científica. Adolfo José de Bold, entrerriano, murió en Canadá el año último. No sabría decir, y lo lamento, cuántos argentinos se notificaron del fallecimiento de este bioquímico que hizo aportes de relieve mundial sobre la función endócrina del corazón. Por el retrato que trazan Bellido y de los Santos, sabemos que cuando los estudiantes lo indagaban sobre cómo acceder al progreso científico, de Bold contestaba: “Tengan un sueño, no piensen en pequeño; trabajen duramente y crean en ustedes mismos”.

El 7 de septiembre de 1990 Juan Carlos Parodi realizaba la primera reparación de un aneurisma de aorta abdominal con la colocación de una prótesis. Utilizó sólo anestesia local en el sitio de acceso por la ingle. Parodi recibió en su momento críticas de colegas, como si hubiera traicionado principios intangibles de la medicina y no lo que realmente había hecho: abandonar, por un procedimiento simple, otros más riesgosos e invasivos que se practicaban.

Parodi argumentó que las críticas provenían de la resistencia que originan la rutina y el agotamiento intelectual. Esa respuesta en la concisión de dos líneas es insuperable. Constituye una satisfacción intelectual para quienes creemos que a los modelos, y más aún, a los paradigmas, hay que admirarlos, pero sin deponer jamás el pensamiento crítico. De otro modo obrarán como prismas que neutralizan la captación de nuevas posibilidades y afectan el progreso.

Hay un ejemplo clásico a medida del doctor Palmaz, adicto al automovilismo e integrante de este desfile de eximios científicos argentinos al igual que Enrique Finochietto, brillante cirujano con alguna faceta de bohemio, inventor del frontolux, del aspirador sanguíneo y de la pinza de doble utilidad, y cuyo separador intercostal a cremallera aún se utiliza en cirugía sin distinción de países; Eduardo Braun Menéndez, de papel trascendente en la fundación del CEMIC y cuya muerte prematura tal vez privó al país de otro Premio Nobel; Rebeca Gershman, Mauricio Rosenbaum, Miguel Angel Ondetti, y desde luego, Bernardo Houssay, el fisiólogo que fue maestro entre maestros, el primero en obtener el Premio Nobel de Medicina (1947) y de nombre tan asociado a la creación, a principios de 1958, del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Han sido médicos y bioquímicos que se adelantaron a su tiempo. Hoy, la globalización del conocimiento potenciado por el dinamismo asombroso de tecnologías que irrumpieron a fines del siglo XX castiga impiadosamente la distracción retardataria.

Sobran enseñanzas sobre los costos de obcecarse en ideas que pueden estar superadas sin habérselo percibido. Durante siglos las travesías por caminos del diablo se hacían en carruajes. Sus fabricantes procuraban, más y más, que los habitáculos fueran herméticos al polvo esparcido por las tierras que atravesaban; que los bujes de las ruedas resultaran los más exactos y eficaces; que los elásticos amortiguaran el sufrimiento por los desniveles que acechaban aquí y allá en rutas y senderos precarios; que las postas de relevo estuvieran próximas, unas de otras, para alivio de caballadas y jinetes. Pero en la pasión por hacer el mejor trabajo con una técnica esencialmente tradicional, y en sí misma irreprochable, los constructores de carruajes no advirtieron la ola de un fenómeno que cambiaría en adelante la vida cotidiana: el motor a explosión.

Los constructores de carruajes no comprendieron que el secreto de una nueva era se develaba con prescindir de la tracción a sangre en los vehículos y poner en su lugar un motor. Lo comprendió Karl Benz, hombre ajeno a esa industria, y creó en 1876 el primero de los automóviles. La causa de aquella ceguera fue el prisma en que tarde o temprano pueden pasar a ser los modelos, destilando inéditas y colosales realidades. En palabras de Parodi: cosas de “la rutina y el agotamiento intelectual”.

Hay vivencias inolvidables sobre la información médica en la vida de un periodista. El 4 de diciembre de 1967 La Nación publicaba en tapa una noticia que estremeció al mundo. El doctor Christiaan Barnard, de 45 años, había realizado en Sudáfrica el primer trasplante de corazón. Se iniciaba así una era que movilizaría energías fantásticas en múltiples órdenes de la medicina y que tras innumerables experiencias malogradas descubrió nuevos rumbos hasta entonces desconocidos para la salvación y prolongación de vidas.

Aun así, si revisáramos los ejemplares de La Nación siguientes al del 4 de diciembre de 1967 observaríamos cómo por mucho tiempo predominaron desde baluartes científicos el escepticismo y las críticas acervas al joven cirujano de Johannesburgo. Reflexionen ustedes como quieran sobre ese acontecimiento histórico y sus repercusiones inmediatas. Quien les habla debe aquí cortesía a la memoria de ilustres difuntos; y, además, le costaría sentenciar qué cabía decir hace 55 años sobre la audaz, y por qué no, corajuda intervención del doctor Barnard.

No sin emoción recuerdo a los padres de un rubiecito de 10 años a quien preparaban, a comienzos de 1948, para la amputación inminente de una de sus piernas. Médicos de confianza de la familia habían desfilado ante su lecho sin otra indicación importante que la de suministrarle sulfamida en vasta cantidad. Procuraban conjurar así la grave infección en una de las rodillas. Desde hacía veinte días la pierna del chico había quedado por la infección rígida en ángulo de casi 90 grados y los viejos médicos llamados en consulta habían concluido, al cabo de las casi tres semanas, que era hora de una cirugía radical.

Por fortuna, a último momento entró en escena un traumatólogo de no más de 30 años de edad: efectuó sucesivas punciones en la zona afectada y realizó, a continuación, lo que sería una de las primeras aplicaciones intraarticulares de penicilina en el país. La evolución favorable del paciente fue casi inmediata. La apelación al recurso de la sulfamida había sido efectiva para infinidad de casos según la experiencia de generaciones de profesionales, pero desde tiempo antes del episodio descripto la penicilina, manifiestamente más apropiada para el caso, estaba a disposición de la ciencia médica en la Argentina. ¿Otra vez, acaso, “la rutina y el agotamiento intelectual”?

Aquel chico de 10 años, después de andar con sus dos piernas por una larga vida, agradece esta noche a los señores académicos el honor de haber sido invitado a exponer su pensamiento en esta casa que tanto respeta. Que la respeta por lo que han sido y son los grandes maestros de la medicina argentina. Por su vocación humanitaria y por las ejemplares trayectorias personales en que se reflejan no sólo los logros propios, sino también los de sus colaboradores, hombres y mujeres que prosperaron en universidades nacionales y del exterior con el común denominador de saber adaptarse al trabajo en equipo.

Esta metodología colaborativa ha sido replicada con la dirección experimentada del doctor de los Santos entre sentimientos a veces filiales, y otras, de carácter fraternal. Entre todos han asegurado al libro que he comentado de forma absolutamente heterodoxa, lo reconozco, el lugar que le corresponderá en la literatura entre las obras clásicas sobre la historia de la medicina argentina.

© La Nación

LOS CATORCE

• Luis Agote: la transfusión de sangre (1868-1954)

• Enrique Finochietto: el separador intercostal a cremallera (1881-1948)

• Bernardo Houssay: el mayor científico argentino; Premio Nobel (1887-1964)

• Eduardo Braun Menéndez: la hipertensión, la angiotensina y mucho más (1903-1959)

• Rebeca Gershman: la toxicidad del oxígeno (1903-1959)

• Luis Federico Leloir: su legado a la ciencia universal, Premio Nobel (1906- 1987)

• Eduardo De Robertis: la moderna biología celular (1913-1988)

• Mauricio Rosenbaum: la electrocardiografía (1921-2003)

• René Favaloro: la cirugía de la enfermedad coronaria (1923-2000)

• César Milstein: los anticuerpos monoclonales; Premio Nobel (1927-2002)

• Miguel Angel Ondetti: el diseño racional de medicamentos(1930-2004)

• Adolfo José de Bold: la función endócrina del corazón (1942-2021)

• Juan Carlos Parodi: la endoprótesis aórtica (1942)

• Julio César Palmaz: el stent coronario (1945)

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