16 Diciembre 2022

Álvaro José Aurane

Para LA GACETA

Hay una conversación. Aparece hacia el final de -precisamente- uno de los célebres “Diálogos” de Platón: el “Fedro” (Gredos, 2010, páginas 833-834). Narra el encuentro entre una divinidad, Theuth (“fue este quien, primero descubrió el número y el cálculo y, también, la geometría y la astronomía y, además, el juego de damas y el de dados y, sobre todo, las letras) y quien “por aquel entonces era rey de todo Egipto”: Thamus.

El dios Theuth (según narra Sócrates en el texto de Platón) “le mostraba sus artes” al rey Thamus “diciéndole que debían ser entregadas al resto de los egipcios”. El gobernante, a su vez, iba preguntando la utilidad de cada “invención” y manifestaba su aprobación, o no.

“Cuando llegaron a lo de las letras, dijo Theuth:

- Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios, y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y la sabiduría.

Pero él le dijo:

- ¡Oh artificiosísimo Theuth! (…) Ahora tú, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprenden, al descuidar a memoria, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos”.

Son incontables las derivaciones del “Fedro”. Una de las más inquietantes es que el conocimiento y sus aplicaciones llegan hasta las últimas consecuencias. No se equivoca Theuth cuando considera la escritura, esa tecnología esencial para la evolución de la humanidad, como un remedio para la memoria. Tampoco yerra Thamus cuando alerta sobre su posible inducción al olvido. Ya no habrá que recordar las lecciones de lo vivido, sino sólo rememorar cuál es el libro donde fueron escritas por alguien. Por otros.

En esta semana que recuerda el mayor hito de la Argentina contemporánea, como es el aniversario de la recuperación del orden constitucional en el país ocurrido el 10 de diciembre de 1983, el “Fedro” recobra una vigencia ineludible. Claro que la realidad presenta variaciones respecto del siglo IV antes de nuestra era. Ahora sobran los representantes del pueblo que se sienten divinidades desesperadas por brindar anuncios al pueblo, y faltan los gobernantes dispuestos a sopesar lo que hacen o dicen en la balanza del bien común. Pero hay una situación recurrente. La sucesión de populismos, y el proceso deconstituyente que auspician, ha hecho olvidar un principio sagrado de las democracias: el imperio de la ley.

El Gobierno argentino, a través de la Presidencia de la Nación, se encargó de hacer un impune elogio de la desmemoria en materia internacional, protagonizando otro papelón de política exterior. Luego, se dio el lujo de insinuar esa peligrosa voluntad (la de estar por encima de las instituciones, los derechos y las garantías) también hacia adentro de la Argentina.

Cerca

Si la distancia sirve para abrir la lente con que se enfocan los asuntos de Estado, la destitución de Pedro Castillo como presidente de Perú, luego de que intentara dar un auto-golpe de Estado, exhibe en toda su dimensión todo cuanto ha olvidado el cuarto gobierno kirchnerista en materia de vigencia de las instituciones.

El Congreso de ese hermano país (desde la gesta libertaria de José de San Martín hasta su apoyo decidido en la Guerra de Malvinas) estaba tratando el 7 de diciembre una “moción de vacancia” contra Castillo, por un escándalo de corrupción en su entorno. Cuatro días antes, el entonces mandatario había ratificado su “compromiso con la democracia”. “Rechazo rotundamente que mi gobierno esté tramando un cierre del congreso”, afirmó. El martes 6, anunció que al día siguiente sus abogados participarían del debate parlamentario para ejercer su derecho a defensa. Pero el miércoles en cuestión, mediante un mensaje por la estatal TV Perú, informó horas antes de la sesión legislativa su decisión de clausurar el Congreso de la Nación y declaró la instauración del Estado de Excepción para gobernar por decreto.

La Cancillería argentina, en un primer momento, criticó a Castillo por su decisión de alterar “el orden constitucional” de su país. Horas después, en un giro diplomático tan inesperado como lamentable, el presidente Alberto Fernández sumó su firma a un comunicado con sus pares de México, Bolivia y Colombia. Ese texto exhorta “a quienes integran las instituciones (peruanas) de abstenerse de revertir la voluntad popular expresada con el libre sufragio”.

Mediante este pronunciamiento, el cuarto kirchnerismo confirma que, en contra de lo que manda la Constitución, reniega de uno de los pilares de la forma de Gobierno argentino: la república. En su lugar, quiere una democracia meramente plebiscitaria. Una forma espuria de gobierno en la cual el que obtenga más votos esté por encima de la ley. Es decir, una forma extraña al Estado Constitucional de Derecho, en el cual nadie tiene más poder que aquel que la ley le confiere. En las democracias genuinas, impera la Ley. Por ende, ningún poder del Estado está por encima de otro poder del Estado. La invocación de que Castillo ganó los comicios (hace 16 meses) de ninguna manera puede invocarse como licencia para delinquir. Mucho menos, para subvertir el orden institucional. Para que la democracia sea legítima, debe primar sobre ella los límites, las relaciones y los contrapesos que le impone el constitucionalismo.

La Cancillería peruana le dio una lección de institucionalidad a los que gobiernan la patria de Juan Bautista Alberdi. “Las decisiones contrarias al orden constitucional y democrático que adoptó el ex presidente Pedro Castillo Torrones el pasado 7 de diciembre (…) constituyen un golpe de Estado. Generaron la decisión del Congreso de la República de declarar su vacancia”, puntualizó sin hesitaciones. ¿Qué es, exactamente, lo que el Gobierno argentino reivindica?

Pero el cuarto kirchnerismo no sólo exhibe su adhesión por un régimen plebiscitario que todo lo justifique. Expone, también, la miseria del modelo deconstituyente que pregona.

Lejos

En 2011, el jurista Luigi Ferrajoli publicó “Poderes Salvajes. La crisis de la democracia constitucional”. El ensayo retrata los estragos del gobierno de Silvio Berlusconi en Italia.

Allí alerta que el drama público no consiste en el rechazo de un gobierno a las pautas de una Carta Magna, sino el repudio de un régimen contra los límites constitucionales impuestos a las instituciones. Es decir, el constitucionalismo. No es un problema de textos: es un repudio contra un sistema que le pone topes al poder político. El resultado: “una forma de democracia plebiscitaria, fundada en la explícita pretensión de la omnipotencia de la mayoría y la neutralización de ese complejo sistema de reglas, separaciones y contrapesos, garantías y funciones e instituciones que constituye la sustancia de la democracia constitucional”.

Para esa democracia plebiscitaria -dice Ferrajoli- el consenso popular es la única fuente de legitimación del poder político: sirve para legitimar todo abuso y para deslegitimar críticas y controles. No se soporta el pluralismo político, se desvalorizan las reglas, se ataca la separación de poderes, la oposición y la prensa libre. Se rechaza, en fin, el paradigma del Estado Constitucional de Derecho, como sistema de vínculos legales impuestos a cualquier poder. “El proceso deconstituyente se desarrolla también en el plano social y cultural, con la eliminación de los valores constitucionales en las conciencias de gran parte del electorado”.

Entonces, dice Ferrajoli, sólo hay una concepción formal de la democracia. Hay derecho ilegítimo. El populismo propone al jefe como encarnación de la voluntad popular. Los partidos perdieron su papel de mediación representativa. Se padece la homologación de los que se limitan a consentir y la denigración de los que se atreven a disentir. La despolitización es masiva. La disolución de la opinión pública es palmaria. Sólo prima el interés privado, lo que pone en crisis la participación política.

En 2012, la UNT le otorgó a Ferrajoli la dignidad de Doctor Honoris Causa.

Aquí mismo

El 10 de diciembre pasado se cumplieron, también, tres años de mandato de Alberto Fernández y de Cristina Fernández como presidente y vicepresidenta de la Nación. Él eligió la fecha para dar un mensaje con perfume reeleccionista. “Me voy a poner al frente para que en diciembre de 2023 el Presidente o la Presidenta que asuma sea uno de nosotros”, se animó, a escasos días que su compañera de fórmula anunciara que no va a ser candidata. Pero esa no fue la única insinuación: “No voy a permitir que otra vez los que han entregado el país vuelvan a hacerse cargo de una Argentina que sólo les sirve a pocos”, disparó.

Un Presidente de la democracia, precisamente, está para permitir la alternancia en el poder (fundamento de la república) y la circulación de las elites gobernantes (cimiento de la democracia). Claro que si las leyes se lo permiten, puede aspirar a ser reelecto. Pero una cosa es competir y otra es comprometerse a impedir que otras fuerzas políticas lo sucedan.

Tal vez se haya tratado de un lapsus. Pero ese acto fallido expone una amnesia gubernamental: la oposición o el oficialismo no “vuelven”: el pueblo decide quién gobierna.

Así es como los populismos no demoran en mostrar las últimas consecuencias de sus democracias plebiscitarias: sus líderes, que se presentan como el remedio para la soberanía del pueblo, no demoran mucho en mostrarse como el fármaco para olvidarse de ese pueblo.

Comentarios