El Rastrojero

En Tucumán hay lugares a los que ni el clientelismo llega.

Hay lugares a los que ni el clientelismo llega. Menos llega el agua, salvo cuando crece el río y arrasa con todo. Y por “suerte” ese todo es bastante poco. Dicen que Dios ahorca pero no mata, algo que nadie nunca pudo probar, pero que de tanto repetirse se hizo verdad. Por eso llega un cable de luz de seis milímetros del que se cuelgan 20 ranchos. Ninguno tiene medidor. ¿Qué es un medidor? ¿La electricidad puede medirse? ¿Para qué el hombre querría medir la luz? Sólo Albert Einstein puede responder tamaña incógnita. Tampoco tienen tanto enchufe que enchufar. Así es que un cablecito más delgado que el de un microondas clase media alcanza para tantas casas. Es un decir casas, cuando el baño está afuera a 20 metros de la cocina. ¿Baño? Es un decir baño, si es un agujero en el suelo encerrado entre cuatro chapas. ¿Cocina? Es un decir cocina. Bromatología no aprobaría que se guise sobre un piso de tierra con paredes decoradas con las estrías que hacen las vinchucas en el barro.

Che, los chicos están descalzos. Sí, pero a los tres años ya tienen callos que parecen borceguíes. “Mis primeras zapatillas me las dio el peronismo, por eso soy y seré peronista para siempre, y también hincha de Racing, como el general”, espeta Oscar, licenciado en Letras de la Universidad Nacional de Tucumán, en la década del 90.

De su padre sólo conserva imágenes de la niñez, después no sabe qué pasó. Sólo recuerda que gracias al peronismo vio a su papá por primera vez con un mameluco azul, impecable, que lucía orgulloso por el vecindario. Eran los 70, antes que todo explote por el aire, antes que los argentinos inventemos la inflación.

Dice que se calzaba el mameluco hasta para ir al almacén, al que entraba como Napoleón corriendo con los brazos las tiritas de plástico que hacían de puerta. Es que tenía trabajo, sindicato y obra social. Con esa gente no se jode, era la clase alta de la villa.

Un dilema que ya no existe

Es el auténtico voto peronista, el que la burguesía, por más esfuerzo mental que haga, no logra entender jamás. Mucho menos la oligarquía, que se sabe los nombres de la calles de París o de Manhattan pero no sabe volver a su mansión si la sueltan en Villa Amalia. Igual que la casta política millonaria que sobrevuela el desastre en una nube de gases nobles.

Al corazón del verdadero voto peronista no llega el clientelismo. No figura ni en los padrones. Hasta el 45 esos votos eran del radicalismo, democracia de peones machirulos, que las mujeres miraban de reojo mientras tejían posapavas con agujas. Y antes de la ley Sáenz Peña, en 1912, la democracia era un acuerdo de cogotudos con galera que, bamboleando un vaso de whisky, se repartían las provincias como si fueran estancias.

Los domingos, el único olor a asado del barrio venía de la casa del tipo con mameluco azul. Ya no era rancho, era casa, con el baño adentro y la cocina con azulejos. Después se compró un Rastrojero, viajó a Mar del Plata con la familia y fueron los primeros niños del barrio en conocer el mar. Había que aguantar tanta envidia de la gente. Ser laburante tenía su costo social.

Los chicos crecieron y entraron a la universidad, pública y gratuita. Uno fue alumno de un discípulo de César Pelli. Murió en Barcelona. El hermano no terminó Ingeniería pero abrió la primera ferretería del barrio. Esa ferretería después fue un corralón con dos camiones y cinco camionetas que hacían los fletes. Había tanto trabajo que no alcanzaban los brazos. Se empleaba a chicos de 14 o 15 años para poder cumplir. Estudiar o trabajar era el dilema clásico de un país próspero. Hoy esas dos opciones no figuran en la agenda de contactos.

Conductor fantasma

Son los nietos y bisnietos del Rastrojero los presidiarios del clientelismo actual. Analfabetos con celular y TikTok. Juventud perdida que hoy son adultos planeros, esclavos sin cadenas, obesos de tanta harina y poca proteína. Dicen que el trabajo es para los boludos, y con razón, si hasta Cristina, reina de la fantasía y las contradicciones, nostalgia de la mentira, advierte que el trabajo registrado te hace pobre, entonces la salida ya no es Ezeiza, es un caño en la cabeza de cualquiera que lleve una cartera o una mochila.

La marihuana dejó de ser una pintura hippie, un poema o una canción, el humo del amor libre y la carcajada bohemia. Hoy es el dólar de las cárceles, del asesinato por encargo, de los narcos que importan y exportan desde esa nueva aduana que son los tribunales, y de la nueva política, un rejunte de acoples con maquinitas para contar billetes.

“Desde los tiempos en que mi abuelo soñó que un día yo viviría para cantarles esta canción”, cantaba Alonso del Río en “El viejo tambor”.

El clientelismo no llega al corazón del voto peronista, ni radical, ni de la política en general, porque ese corazón se infartó hace rato. Lo que late en Argentina es una ficción muy bien ambientada por Netflix, y Tucumán es el camarín de esa película, donde echa humo un Rastrojero que maneja un fantasma.

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