Dos meses antes del inicio, 150 personas recibieron una invitación para un encuentro particular. Una cita a ciegas como puerta de entrada a una suerte de involuntario experimento sociológico que buscaba despegar los sesgos individuales en un contexto con reglas atípicas. Nadie sabía con quién se encontraría allí y la propuesta consistía en debatir sobre las intersecciones del periodismo, la tecnología y la democracia, sin una agenda preestablecida ni oradores predeterminados.
A las seis y media de la tarde de un viernes, los convocados se encuentran en un salón de un hotel en el que hay dispuestas unas 20 mesas con sus respectivas sillas en torno a un escenario. Algunos encuentran caras familiares y se saludan mientras se cruzan con rostros desconocidos. Richard Gingras, vicepresidente de Noticias de Google y alma mater del encuentro, sube al escenario para explicar las reglas del Newsgeist. En las mesas, los participantes encuentran un pequeño bloc de hojas en el que pueden escribir propuestas de cuestiones para discutir y luego pegar en un extenso pizarrón. Durante la noche, esas hojas serán agrupadas por afinidad temática en un calendario para los siguientes dos días en los que se realizarán 54 sesiones de debate de 50 minutos cada una, distribuidas en seis salas. Desde las diez de la mañana, tienen lugar seis sesiones simultáneas por hora. Antes de arrancar, cada participante recibe un mail con las opciones para elegir, en cada hora, una de las sesiones. Nueve en total por persona, durante los dos días, sobre las 54 posibilidades. Esto hace del Newsgeist, por la infinidad de combinaciones posibles, una experiencia distinta para cada uno de los asistentes.
Las sesiones tienen un título pero no un orador. Solo hay un moderador propuesto por los propios participantes para hacer una introducción de dos o tres minutos e intentar equilibrar la conversación si fuera necesario. Todos son público y actores a la vez. El esquema de la anticonferencia busca quebrar la rigidez de las exposiciones convencionales para estimular un intercambio fluido, espontáneo y desjerarquizado de ideas, nutrido por la diversidad de enfoques. Esa diversidad deriva de la selección de los invitados. En las charlas se cruzan periodistas como Marty Baron, el célebre ex director de The Washington Post, con un académico como Rosental Alves, ya legendario profesor de la Universidad de Austin y premio Moors Cabot, y con jóvenes emprendedores, especialistas en productos tecnológicos o regulaciones legislativas.
Las jornadas están regidas por la regla de Chatham House. No se puede grabar ni subir a redes imágenes o comentarios sobre lo que allí ocurre. La premisa es desconectarse para conectarse en profundidad con lo que se debate. Una vez concluido el evento, solo puede contarse lo que se dijo pero sin atribuir dichos a persona alguna.
Más allá de los tópicos específicos, el tema de fondo de los debates es “el gran debate” que define a toda democracia. Cómo preservarlo en una era marcada por la polarización y la ausencia de una lógica compartida. John Stuart Mill planteaba que el flujo de ideas era el método para la depuración de la discusión pública. Ese flujo es el que hoy es repensado. El ecosistema digital nos muestra un ágora gigantesca en la que el terreno para el cruce de ideas parece dominado por descalificaciones, argumentos falaces, opiniones desancladas de los hechos y banalidades. De esa discusión ruidosa y desordenada derivan decisiones que estructuran nuestro porvenir.
¿Qué rol y qué responsabilidad tienen las plataformas tecnológicas en la contaminación del debate? “La misma que las tabacaleras en la salud pública”, plantea un asistente. “¿El problema es la libertad de expresión o el sistema algorítimico que amplifica ciertas voces y opaca otras?”, se pregunta otro. “La plaza pública ha sido privatizada; hay tres o cuatro jugadores que deciden qué se visibiliza y qué se oscurece”, agrega alguien que apoya una regulación. “Hay una división entre lo que es legal e ilegal en lo que se dice o hace. El problema es lo que es legal pero dañino. Y el problema de las posibles soluciones para atacar lo dañino es que suelen ser peores que el problema. Finalmente, ¿quién debe trazar la línea?”, matiza un tecnólogo.
En internet, el interés por contenidos que inviten a la reflexión es minoritario. Prolifera la simplificación, el consumo bulímico y vertiginoso, la apelación a las emociones, la subestimación de la verdad. El periodismo profesional es un contrapeso adecuado, pero insuficiente por su debilidad, para esta inercia. La política se sube a la ola. Su propaganda en el pasado apelaba a la esperanza; hoy al miedo y a la bronca. No tiende a pedir el voto para construir un camino que enfrente la complejidad de los múltiples desafíos que enfrenta cada sociedad. Crecientemente, ofrece soluciones simples, reactivas, inviables.
En un ascensor, espacio neutro que queda fuera de la regla Chatham, Marty Baron me cuenta que va a su cuarto a escribir los últimos párrafos de un libro en el que reconstruye los años en que Jeff Bezos, la cabeza de Amazon, compró The Washington Post y en los que Donald Trump hizo temblar las instituciones de su país; hitos de la historia del periodismo y de la democracia narrados por un protagonista. En el ómnibus que nos lleva al aeropuerto, latinoamericanos de cinco países distintos compartimos desventuras. El centro político está fragmentado en la mayor parte del territorio de la región y las elecciones o gestiones presidenciales fallidas derivan en movimientos políticos pendulares que van de un extremo a otro.
Después de tres días de reflexión en un ámbito diseñado para despojarnos de nuestros preconceptos y hábitos llegamos al aeropuerto de Guarulhos, un no-lugar en el que buscamos en las pantallas las puertas de partida de los aviones que nos lleven a nuestros destinos. A países que no logran encontrar el suyo.
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