Por Abel Posse
PARA LA GACETA - PARÍS
Sus tiempos fueron malos para vivir, como son todos los tiempos para todos los hombres. Nos vamos generalmente con mala opinión de la vida. Lugones, que era orgulloso y más bien pagano, prefirió acortar el camino, en aquel viernes de 1938. El suicidio es una discrepancia con los tiempos de Dios. Es una imperiosa y corajuda impaciencia.
A veces, en el grupo de literatos que se recrea en cada generación, suelen aparecer los raros, los distinguidos. Son aquellos que superan el orden común y previsible de su tiempo. Los que a partir de los caminos mayores del lenguaje se proyectan hacia una visión de arte y de vida superior. Son seres “fundacionales”, en el orden estético y aún más allá: se arriesgan y aportan diferente. Hurgan tras la huella de los dioses que aún no se revelan.
De hombres de esta especie, como Tolstoi y Pushkin, se dice en Rusia que fueron “almas grandes”. Pertenecen a una jerarquía distinta de los escritores comunes, los que hacen su carrera literaria por caminos generales. Es una estirpe que sostiene y revitaliza todo el edificio cultural de su época, saltando sobre la decadencia o la monotonía espiritual. Podemos ejemplificar con los hombres de Víctor Hugo, Rimbaud, Whitman, Hölderlin, Unamuno o Nietzsche. Entre nosotros desde los comienzos del siglo XX, en nuestra bucólica provincia literaria hispánica, le tocó a Lugones ese duro destino de honor y grandeza. Desde sus primeros poemas le fueron negadas las comodidades de la mediocridad.
Partió de un formidable don de creatividad poética que lo ubicó junto a Darío en la cúspide de recreación idiomática, aquel modernismo finisecular. Luego elevó su voz poética hasta la dimensión de canto fundacional de la aventura argentina. La coronación de una voluntad de ser que había arrancado un país pujante de aquellos desiertos de los confines de Occidente, como escribió Canal Feijóo.
Más allá de su poder metafísico y de su inefable don poético, Lugones se sintió convocado a cantar esa Argentina que nacía pujante, heterogénea, cosmopolita y cuyo gran destino debía ser acompañado por cantos como los de Whitman o el de Virgilio en su Eneida y en las Geórgicas, nada menos.
Ni Sarmiento ni José Hernández se habían sentido escritores mayores o, siquiera, profesionales. Se sentían más bien hombres de acción. Lugones se asume plena y totalmente como poeta.
Y será poeta de acción, sea en el campo de la transformación estética como en el de la filosofía y el comportamiento político. Estamos bajo la eclosión de Lugones en su poiesis literaria y político-nacional. Un viento de amor patrio invade su obra máxima, las Odas Seculares (1910) y luego en Poemas solariegos y Romances del Río Seco.
Lugones sabe que sin poesía ni fantasía, no hay grandeza. En su fuerza poética recoge el impulso creador de Sarmiento (el Educador) y de Roca (el organizador de nuestra modernidad política).
En los poemas, en sus Odas, Lugones se deja inundar por el espíritu de la tierra patria. Anota lo mínimo, los personajes de aquel país fresco, naciente, confiado en una grandeza fundada en el trabajo. El sulky, incluyendo al “ruso” y al perro, el papelito de la mariposa en el aire caliente, el trueno que rueda su peñón en la tormenta de verano. “Y entonces fue una dicha / Renacida en las eras laboriosa”. Su Argentina será el “Corcel azul de la eterna aventura”.
Lugones nombra a su Argentina y la produce. La palabra poética devela y crea.
Para ser poeta hay que afrontar la desvergüenza de lo grande. Sus versos irán desde lo mínimo hasta el canto fundador. Como Neruda, Lugones será excesivo. A ambos les sobran versos, pero también una convicción de totalidad de lo poético. Ambos viven para nombrar el mundo desde lo mínimo a lo cósmico. Ambos son paganos. Neruda se ata -y se perjudica- esforzándose en la ortodoxia de una ideología. Lugones es heterodoxo: sucumbirá episódicamente al anarquismo, al socialismo, al democratismo wilsoniano, al yrigoyenismo, al fascismo mussoliniano. Quiere rescatar la raíz grecolatina sepultada en nuestro Occidente por el judeocristianismo.
Canta la grandeza de la Patria, pero se va quedando solo. Borges, su incondicional admirador, lo despedirá en su muerte con su mayor elogio: Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra República, decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma, es la verdad y es decir muy poco. Muerto, debe ser sólo juzgado por su obra más alta. Su destino le impuso la soledad, porque no había otros como él y en esa soledad lo encontró la muerte.
Hay en Borges un dejo de culpa porque alguna vez se adhirió al alegre coro de escritores porteños, que aislaron y hasta se burlaron de Lugones por sus incorrecciones políticas y por una personalidad poética, hosca, orgullosa, hidalga.
Lugones frecuenta los avances de Einstein y de Heisenberg. Traduce a griegos y latinos, lee a Nietzsche. Cultiva con permanencia el pensamiento de la Tradición. Desde la Doctrina Secreta de la señora Blavatsky hasta proclamar en aquellos tiempos de laicismo superficial: ¡Queremos religión, queremos que se nos ofrezca el Absoluto!
¿Quién podría comprender su tormenta espiritual en ese país que desde Alvear se transformaba en una republiqueta con hedonismo de tenderos y de ganaderos aristocratizantes?
Lugones intuyó la enfermedad de los argentinos y su intento de democracia para perpetuar la hipócrita venalidad y esa mediocridad que llega hasta nuestros días. Aquellos inmigrantes laboriosos y los criollos dignos de las Odas Seculares le parecían ya lejanos.
Acusaron a Lugones descalificándolo políticamente (y por arrastre, en su grandeza poética). Aquellos que en los 30 adoraban a Stalin, se esforzaban en no creer en el totalitarismo del Gulag y en las torturas de la Lubianka durante los procesos de 1937. Hoy, los mismos asesinos, o cómplices que apoyaron la lucha armada terrorista, se erigen en maestros de democracia y de derechos humanos, siguen excomulgando a Lugones que creyó en la ética y en la grandeza del soldado. La hipocresía se repite desde ayer a nuestros días.
Lugones, como Mishima décadas después, creyó en una heroica rebelión contra la sociedad de los mercaderes adueñados del poder tecnológico. Frente a esta realidad ambos soñaron en el retorno del espíritu guerrero. En 1924, en el festejo del centenario de la batalla de Ayacucho, Lugones, como describiendo el futuro inmediato, proclamó: Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada.
Sentía en la formación y en la disciplina militar la sistematización al espíritu de sacrificio, la “religión de la Patria”. En un pueblo que se aplastaba en la seudodemocracia de los privilegiados de turno, creía poder reinstalar el sentido del heroísmo y la ética del dios de la Patria. Precisamente ponía a la Nación por encima de las democracias del puesto público o de las ideologías.
Su exaltación patriótica llega al extremo de exclamar ante los estudiantes de Córdoba ¡Ama! ¡Arriésgate, peligra! Como Hölderlin, el mayor poeta alemán, no vacila en un llamado homérico ante los estudiantes de la casta Córdoba de la larga siesta: “¡Los dioses no han muerto y van a volver! El renacimiento pagano de las últimas décadas constituye una indicación trascendental. ¡Sentimiento y razón! Todo me indica que aquella cosa pagana puede ser también la cosa argentina”. Ante el estupor y la ironía de mercaderes y mediocres, tanto Mishima como Lugones, se suicidaron.
Pasaron décadas. Borges está en Venecia, es un espléndido día de verano, yo era por entonces cónsul. Caminamos por la calle de la Frezzeria, alcanzamos el espacio populoso del campo San Bartolomeo. Borges va con su bastón, tomado de mi brazo.
Pienso que tendrá un recuerdo de Venecia (que no ve) como un filme en blanco y negro, o color sepia, de su lejana visita de adolescente.
Lugones es inevitable. Me cuenta que, efectivamente, cuando lo visitó en el modesto despacho de la Biblioteca del Maestro, se sintió inhibido al punto de no dejarle un libro que le había llevado.
Lugones había tenido un desembozado sentido de grandeza. Su relación con la Patria era física. Borges se sabía perfecto, pero conceptual, urbano, más porteño que argentino de grandes espacios. Lugones había convocado a “la hora de la espada”. Borges había aprobado los sucesivos golpes de Estado felicitando a sus ejecutores, desde el 55 hasta el 76. Por su sangre corría sangre de héroes pero nunca había empuñado un sable. Lugones había “habitado en poeta”, como escribió Hölderlin. En poeta hasta la última tormenta que clausuró con su suicidio. Borges murió en blancura de sanatorio y pidió ser enterrado en Suiza.
Cuando llegamos a San Marcos, comprendí la esencia de la honesta y total admiración de Borges por Lugones. Lugones tuvo la magnitud titánica de un Tolstoi o de un Whitman. Borges, el sosiego de un calígrafo de Kyoto que ve la selva desde su inexpugnable monasterio.
(c) LA GACETA
*Publicado originalmente en este suplemento en 2006.