En marzo de 1950 el Ministerio de Industria y Comercio emitió la resolución 1.257, que fijaba precios máximos para las peluquerías masculinas. Y en su artículo segundo especificaba que en el interior de los establecimientos “deberán exhibirse en forma bien visible, listas en las que se consignarán las tarifas correspondientes, así como también, que en las mismas está incluido el servicio de atención al público, comúnmente denominado ‘propina’”. Es decir, el gobierno fijaba el precio del corte de cabello (como casi todos los precios) y además hacía obligatoria la propina.
La historia pareció repetirse cuando el ministro de Desregulación y Transformación del Estado, Federico Sturzenegger, habló de la inclusión de la propina en la boleta por el consumo en locales gastronómicos. Sonó a que sería obligatorio pagarla como manera de mejorar el ingreso de los empleados. Por supuesto, el resultado no tiene que ser ese. Si la propina obligatoria se aplicara sobre el total del servicio implicaría una suba de precios y no debe esperarse que si los precios suben el consumo se mantenga, con lo que podría no haber tal mejora.
“Inflación cero”: la meta que tiene la gestión de Javier Milei tiene sus riesgosPero lo de Sturzenegger no es lo mismo. Lo que busca es permitir abonar con medios electrónicos y para eso tanto el ticket como los programas de pago y cobro deben discriminarla. La medida ayudaría a dejar propina cuando no se quiera dar efectivo, por la causa que fuera. Y entonces pueden surgir algunas preguntas. Una de ellas, por qué no se usa cuando hace años que es viable (como se observa en el extranjero). Una respuesta posible es pretender evitar la legislación laboral pues si la propina fuera un ingreso habitual influiría en las indemnizaciones. Otra, evadir impuestos si las normas impidieran descontarla del total del ticket. Una más, esquivar la presión sindical. Todavía hoy voces gremiales piden volver obligatoria la propina y colectivizarla. Es decir, formar un pozo que se reparta entre todos los mozos. Si eso ocurriera perdería su sentido, que es premiar una característica especial de la atención, una diferencia individual.
El reclamo mencionado sí sería un regreso al pasado, al “Laudo Hotelero y Gastronómico” de 1945, luego plasmado en un decreto en 1946 y ratificado por la ley 12.921 de 1947. Derogado en 1955, resucitó en 1973 (en las boletas decía “Laudo”, no propina) y fue derogado otra vez en 1980. La idea de propina “solidaria” es un estertor de una Argentina decadente, la de los precios manipulados por el gobierno que, como la experiencia muestra, producen más problemas de los que pretenden solucionar cuando son usados como herramienta esencial y no excepcional. Es la política supresora de la individualidad y del mérito que, en nombre de luchar contra el egoísmo y la desigualdad en la distribución del ingreso, orientó el esfuerzo hacia satisfacer gobernantes y no consumidores e influyó en gran medida en el atraso del país (con políticos y sindicalistas como muy desiguales).
En parte por tal herencia actitudinal y su reflejo en la estructura del Estado es inconveniente un ideal del ministro Sturzenegger, expuesto cuando presidía el Banco Central (2015-2018), la economía totalmente bancarizada. Algo no inaccesible; hasta hay vendedores de pochoclo con QR para cobrar. Es extraño pensarlo para una limosna, pero tecnológicamente es factible. El problema es el rastro de actividades web. Porque la utilidad tributaria de la bancarización es indudable y la Afip aprovecha datos de consumo por tarjeta. Sin embargo, buena parte de la vida económica es en negro. En parte por abuso impositivo, en parte por abuso político.
Porque la bancarización también significa que un empleado o un funcionario puede conocer la vida privada de cualquier ciudadano. En la Argentina actual es peligroso. Recuérdese cómo en directo por radio y televisión Cristina Fernández maltrató a un empresario usando datos que supuestamente no debía tener al estar cubiertos por el secreto tributario. El mercado negro es un refugio contra un Estado abusador. Javier Milei puede querer transformarlo, pero hasta que ocurra...
Una última pasada por la gastronomía como ejemplo de los cuidados a tener al decidir medidas. En 2009 fue presentado Fútbol para Todos, que implicó la televisación no codificada de partidos de fútbol. Un lanzamiento vergonzoso cuando la entonces Presidente mencionó que así como antes se secuestraban personas ahora se secuestraban goles y el gobierno los rescataría. Una enorme falta de respeto con las víctimas del Proceso, igualando las torturas y los asesinatos con la espera de un par de horas para ver en diferido las acciones de un partido. Además, claro, de lo conceptual. No existe el derecho a ver goles sin pagar como para decir que hubo maniobras ilegítimas. Los goles los generan los clubes y ellos los alquilaron a una empresa televisiva. Y también vale la pena recordar que se prometió aplicar las ganancias a generar en promover los deportes olímpicos. Como era de esperar, FPT se usó para propaganda partidista oficial y dio pérdidas.
Pero el detalle de “favorecer” al pueblo tal vez haya perjudicado a los mozos. Quienes no pagaban el canal codificado se reunían en los bares a ver fútbol porque los dueños sí abonaban la cuota extra debido al atractivo comercial de ofrecer fútbol en directo. Con el FPT la clientela decayó bastante. Al menos en el corto plazo perjudicó a los gastronómicos. Tal vez en el largo plazo no, habría que averiguar. Es posible que un bar sin fútbol se reconvirtiera en uno dirigido a clientela más tranquila de consumo más alto y constante que las barras futboleras y al final ganara más pues habiendo reaparecido el fútbol codificado no se advierte el regreso masivo de los hinchas. Aunque tal vez sea por Internet, que ayuda a piratear, o por la crisis que disuade el consumo fuera de casa. Como fuere, hay que tener una visión amplia al tomar decisiones de políticas públicas. Los efectos indirectos también pueden ser importantes.