Por Fabián Soberón
Para LA GACETA - TUCUMÁN

En un café de Buenos Aires, un editor amigo me dijo que la vara temporal para medir la pervivencia de una obra era cien años. Si ese autor no pasaba los cien años, su destino era el infierno del olvido.

En sus Cuadernos, Juan José Sebreli anota: “Algunos de estos pintores (argentinos) están hoy olvidados y su destino es más triste que el de escritores que, a pesar de haber corrido la misma suerte, todavía es posible encontrar sus libros perdidos en los anaqueles de una biblioteca de barrio o en la mesa revuelta de una librería de viejo. Los pintores, en cambio, no están en ninguna parte, sus nombres no figuran en las historias del arte argentino, no se hallan sus cuadros en los museos ni en los trasfondos de las galerías. Perviven tan solo en alguna inaccesible colección privada o en el azaroso hallazgo en alguna casa de remate o mercado de pulgas o en la memoria de los que vieron en su momento, y que con el paso del tiempo serán cada vez menos”.

No le falta razón a Sebreli. Muchos pintores tienen asegurado el olvido. Sus obras se han dañado o se han perdido y nadie ha recuperado las piezas. Los escritores tienen la dicha de que sus volúmenes despanzurrados sean polvo en un anaquel abandonado o sean cúmulo de humedad en una mesa. Pero pronto los escritores y los pintores célebres serán arrasados por el océano arrollador del olvido. No habrá museo ni biblioteca que pueda recuperar sus nombres. ¿Quién puede jactarse de que será recordado? Del Siglo de Oro o de la Edad Media, ¿cuántos nombres son recordados? Los que tienen la dicha de que alguien los recupere en una antología también corren el riesgo de perderse para siempre.

El olvido es más poderoso que la memoria. Pienso en los muchos cadáveres que han sido carcomidos por el olvido. Millones de personas desaparecen sin haber dejado una huella en el barro de la historia; incluso, no hay nota en ningún registro. Pintores, bomberos, músicos, médicos, enterradores, reyes, peones, premios Nobel: todos meten su nariz en el fango y nadie tiene un tango que los mencione. Ni siquiera el nombre persevera en las orejas de los vivientes. Y los desconocidos no han hecho nada para merecer el olvido. Sólo han existido: con amores, infidelidades, con hijos o en ejercicio de la soltería.  

¿Qué se puede hacer para evitar el olvido? Nada.

Para impedir el malestar o las falsas expectativas, es preferible recibir el olvido como destino. De ese modo nos ahorraremos ilusiones equivocadas. Y si lo pienso bien, es mejor la desaparición súbita y certera que la luz equívoca de una esperanza. ¿Para qué esperar que alguien nos recuerde si estamos destinados a la más rotunda nada?

Al fin y al cabo, la inmortalidad es sólo asunto de los dioses griegos, romanos o escandinavos y de aquellos seres que vuelan en el aire y que prefieren la desaprensión o la falta de sentimientos.

Sólo somos materia elaborada por el olvido.

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Fabián Soberón - Escritor. Acaba de publicar el libro Todo es ahora.