Por Walter Gallardo

Madrid

La frase pasó casi desapercibida en medio de un discurso de Kamala Harris. La candidata a presidente por el Partido Demócrata subrayó con énfasis: “Nosotros queremos prohibir las armas de asalto y ellos (los republicanos), los libros”. El lugar donde lo dijo, Texas, y ante quienes, una audiencia compuesta por docentes, eran dos referencias oportunas: precisamente en ese estado y a iniciativa de organizaciones ultraderechistas, trufadas de fanáticos de distinta índole y procedencia, se han prohibido más de la mitad de los casi 1.200 títulos que están en la lista negra de las bibliotecas escolares de Estados Unidos. Los alumnos no pueden acceder a ellos y los bibliotecarios tienen vetado ofrecerlos y, más aún, prestarlos. Caso contrario, pueden ser sancionados con multas que parten de los dos mil dólares y, en algunos casos, ir a parar a la cárcel.

Así como los bibliotecarios, los maestros deben ser exageradamente cuidadosos, casi unos mojigatos, al mostrar imágenes de desnudos con fines didácticos, ya sea en clase de anatomía o de arte. Antes están obligados a conseguir de los padres la aprobación del contenido. Un acto de control y censura previa propio de sistemas totalitarios. Bien lo sabe en Florida, el segundo estado con mayor cantidad de libros proscritos, la directora de una escuela de Tallahassee, Hope Carrasquilla: fue obligada a renunciar tras la denuncia del padre de un alumno que consideró “pornográfico” enseñar la fotografía impresa en un texto del David de Miguel Ángel, una obra central del Renacimiento, como todos saben. La “imperdonable osadía” de la docente había ido incluso más lejos, explicarían quienes justificaron su defenestración: también se le había ocurrido mostrar La creación de Adán, parte del fresco pintado en la Capilla Sixtina por el mismo artista y El nacimiento de Venus, de Botticelli.

Alguien, con una paciente y quizás excesiva disposición a comprender las razones de estas medidas, podría pensar que las prohibiciones pesan sobre libros que contienen instrucciones de cómo fabricar una bomba en casa o cómo matar al vecino sin dejar rastros. Pero no, eso ya se difunde profusamente y sin control por Internet como material apto para todo público o usuario. De hecho, se supo que el joven que intentó matar a Trump había averiguado en la red a qué distancia estaba Oswald al momento de dispararle al presidente Kennedy, así como se busca en un tutorial las instrucciones para hacer un buen risotto. Y trató de imitarlo. En cualquier caso, no son contradicciones nuevas en un país en el que un ciudadano puede comprar un arma a los 18, pero no beber una cerveza hasta los 21.

Al revisar la lista, los títulos enviados a los infiernos son, por distintas razones, desconcertantes. Van desde obras de premios Nobel como John Steinbeck o Toni Morrison, pasando por “Matar un ruiseñor”, de Harper Lee, un clásico de la literatura estadounidense, ganador del premio Pulitzer; o “El señor de las moscas”, de William Golding, una novela declarada de lectura imprescindible en las escuelas británicas; también “Un mundo feliz”, esa joya escrita por Aldous Huxley, en la que imagina una sociedad dichosa a partir de la eliminación de la diversidad cultural, la religión, el arte y el amor; o “1984”, ese libro de George Orwell cuya trama se ha tomado tantas veces como paradigma de la opresión; hasta inofensivas biografías de la cantante cubana Celia Cruz, las tenistas Venus y Serena Williams, de la ex primera dama Michelle Obama o del atleta negro Jesse Owens, ganador de cuatro medallas de oro en los juegos olímpicos de Berlín, en 1936, para fastidio de Hitler y su cacareada superioridad racial de los arios. Pero entre todos los censurados, quizás ningún escritor haya sufrido la prohibición de tantas obras como el prolífico Stephen King: nada más y nada menos que 16, entre ellas la famosa “Carrie”. Al ser consultado, lejos de enfadarse y con una media sonrisa, dijo: “Algo debo estar haciendo bien”.

Y como si una cosa fuera con la otra, sin romper la coherencia, en Oklahoma es ahora obligatorio enseñar la Biblia a los estudiantes. Las autoridades de ese estado la consideran la base de la civilización occidental. En Luisiana, en tanto, una ley impone que los Diez Mandamientos sean claramente expuestos en escuelas, institutos y universidades. Y para que nadie se despiste, se especifica que deben estar impresos en un documento o poster de 28 por 36 centímetros, con letra claramente legible y ocupar un lugar central de las aulas.

¿Qué le seguirá a las prohibiciones de libros? ¿Encender una gran hoguera con ellos? No sería algo original, ¿verdad? Cada país o pueblo que lo propició no hizo sino desnudar su decadencia ante el mundo. Sorprende y perturba, sin embargo, ver el “éxito” alcanzado por este movimiento a medida que se fue radicalizando ideológicamente dentro de las estructuras de partidos conservadores o ultraderechistas; y todavía más cuando uniendo un elemento con otro se encuentran unas “coincidencias” inquietantes para una sociedad supuestamente libre, diversa y democrática: el 40% de las obras censuradas tienen a personajes negros en papeles destacados, mientras otro 20% incluye en el título referencias al racismo o la raza. Aunque nada más perseguido que los libros con protagonistas homosexuales o escenas de sexo. El 100% de los textos denunciados por sus temáticas han sido recomendados por un profesor o un bibliotecario, es decir por alguien conocedor del tema, antes de pasar a peor vida.

Ideas radicales

Según la famosa asociación de escritores PEN America, entre los grupos que impulsan campañas para prohibir libros se destacan, entre un total de 50, Moms for Liberty (Madres por la Libertad), Parents Defending Education (Padres en Defensa de la Educación) o No Left Turn in Education (No al Giro a la Izquierda en la Educación) Su financiación no es un misterio: las aportaciones provienen de donantes ampliamente conocidos por ser ricos y, sobre todo, por sus ideas radicales. Son los mismos que llegan a ofrecer cobertura legal a quienes en su aguerrida militancia tuvieran que defenderse en los tribunales. La lucha, como sucede cuando un bando sólo es noble y el otro, millonario, está siendo ganada hasta ahora por el segundo en esta batalla cultural en la que pierde la razón y el talento.

Es difícil encontrar una explicación a estos actos de barbarie y, menos aún, un sentido. Tal vez sólo debamos buscarlos en la materia que se cuestiona y manipula: los libros. Bastaría con elegir uno. Por ejemplo, “Animal Farm”, conocido en español como “Rebelión en la Granja”. En esa obra de George Orwell los animales desalojan al granjero de su propiedad y se hacen con su control. El gobierno recaerá en los cerdos, algo nada casual en su comparación con nuestra especie. Prometedores al principio, la imitación de los defectos humanos los llevará a su declive final. Pero quizás algo destacado en la trama sea que el resto de los animales es mantenido en la ignorancia, ajeno al conocimiento y obediente a las reglas de la dictadura porcina. Habrá una excepción: el burro Benjamín, inteligente, aunque también malhumorado y pesimista. Algo destaca en él respecto a los demás: es uno de los pocos que sabe leer. Confundidos por la errática política de los cerdos, los animales de la granja acudirán a él para preguntarle cuál era el único mandamiento en pie para la convivencia después de haber sido modificados y luego eliminados seis de un total de siete. Su respuesta será clara y cínica, digna de recordar en estos tiempos: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.