¿Cuál es el objetivo de los museos? ¿Cómo están pensados? ¿Y cómo funcionan? ¿Cuáles son las tensiones que albergan? ¿Cómo se relacionan con los nuevos públicos, con la tecnología, con los cambios sociales? Las preguntas se van acumulando durante la charla con Celina Hafford, una especialista (ver “Perfil”) que transmite pasión a medida que entra en tema. Llegó a Tucumán invitada a brindar una conferencia durante el simposio “La luz en el museo y el cuidado del patrimonio”, organizado por el Instituto de Investigaciones en Luz, Ambiente y Visión (UNT-Conicet). La entrevista fue un viaje colmado de certeras definiciones.

- Tus investigaciones abordan la cuestión del museo situado. ¿Cómo es ese enfoque?

- Me preocupa cómo el museo, siendo una institución decimonónica europea, hegemónica y trasladada al resto del mundo, busca siempre como paradigma las grandes muestras, las grandes exposiciones propias de esos centros de los cuales nosotros nos sentimos periféricos. Lo que me interesa es analizar cómo podría ser un museo en un paisaje cultural latinoamericano, porque hoy recorremos museos que tienen más carácter europeo que autóctono. Con esto no me refiero a que sean museos telúricos, sino que tengan una perspectiva situada respecto a cómo construyen las narrativas en esta sociedad contemporánea, donde todo está en la pantalla.

- ¿Cuál es tu análisis en ese sentido?

- Transitamos una realidad plana porque todo está al alcance de la mano. Pero el museo requiere un momento de recogimiento donde uno pueda meterse para adentro. No en una acción meramente contemplativa desde lo estético, sino que tenga que ver con encontrar la propia voz. Además, el museo es una institución inacabada porque está constantemente en la búsqueda de completar sus narrativas. Las generaciones cambian y transforman las miradas sobre el mundo, entonces se genera un nuevo discurso, algo nuevo que contar sobre las historias. Por eso es una actualización que nunca termina de resultar contemporánea.

- ¿Cómo se construyen -por lo general- nuestros museos?

- Hay toda una composición en torno al espacio que habitamos y que nos va definiendo. No solamente desde estos rasgos culturales, sino también en los valores y valoraciones en los juicios y en los prejuicios. El museo se construye de otra forma, se niega a lo mestizo. Cuando uno entra al museo desaparecen esos rasgos de identidad propios y aparecen otros que vienen desde la colonia: el rasgo europeo, lo blanco, lo puro. Entonces estamos negando nuestro ser marrón, nuestro ser negro, nuestra oscuridad.

- ¿Qué sucede entonces?

- Me gusta pensar que el museo no es un lugar donde solamente vamos a tener un espacio de ocio recreativo. Allí se ponen en tensión instancias para que surja el movimiento, y cuando hay movimiento hay transformación. Ya de por sí entrar al museo es muy difícil. Pero lo más interesante que sucede en el museo es que hay una puesta en escena que genera una representación de la realidad de un momento histórico, de un hecho estético. Lo que uno vaya a vivenciar en el museo de algún modo genera una distancia con la realidad. Hay autores que dicen que el museo es un espacio fuera del tiempo, un espacio afuera de lo cotidiano, y esa distancia es la que permite entrar en contacto con un nivel de lectura diferente de las cosas. Me gusta pensar que el museo es un espacio donde aprendemos el código de lectura de la realidad para poder salir al mundo y entender la realidad.

- ¿En qué medida se cumple esa meta?

- Por eso me preocupa que el museo sea situado, de lo contrario entendemos la realidad siempre bajo las categorías que nos son impuestas por Occidente -por ponerle un gran nombre-. Así nos estamos perdiendo de las poéticas que tiene nuestro ser mestizo, nuestro ser tucumano, nuestro ser patagónico, nuestro ser de la Puna... Entonces tiene que ver un poco con esto de las miradas, ¿no? Distintas personas, con distintos domicilios existenciales, con distintos paisajes culturales de origen, ven a esta ciudad de distinto modo, porque cada uno la ve desde su ser situado.

- Cuando se modificó el guión museográfico de la Casa Histórica aparecieron en el museo otras voces: las mujeres, los esclavos, los pueblos originarios; lo que pasaba con ellos mientras se juraba la Independencia. Esto generó ruidos en la sociedad. ¿A qué lo atribuís?

- En el caso de la Casa Histórica tenemos muy fijado que no solamente es un museo, sino también un símbolo. Pero por otro lado creo que siempre hay resistencia al cambio porque el discurso original o primario es ejercido por un grupo hegemónico, un grupo de poder que establece cuál es la narrativa de la historia. Cuando otros agentes sociales son invitados a participar del museo empiezan a aparecer el descontento o la disconformidad con esta narrativa que se está contando y que siempre estuvo, pero que nunca fue expresada. Hay un pasaje precioso de un libro de Octavio Paz que se llama “Laberintos de soledad”. Habla de un hombre mexicano que es chaparro, moreno, de cabeza gacha y que está casi siempre en silencio. Pero no es que no tenga nada para decir, sino que lleva 500 años sabiendo cómo sobrevivir. Cuando aparecen las narrativas de los indios o de los esclavos como sujetos históricos ponen en tensión situaciones de hostigamiento, de violencia, de silenciamiento, de ocultamiento, de negación. Siempre hay alguien que va a reaccionar ante eso.

- Además se produjo una gran polémica por una muestra de arte en la que aparecía la palabra Montoneros...

- Sí, durante la clínica que di en el Museo de Arte Sacro salió ese ejemplo del interior de la Casa Histórica. Bien, el museo es un lugar que se presenta como foro; desde la última mitad del siglo XX ya se lo considera como una institución porosa, o sea que no hay paredes, se trata de un espacio que puede ser intervenido constantemente. Ese juego de Montoneros evidentemente tiene una carga fuerte y muy cercana, ¿no? Es muy difícil analizar los hechos si no tienen una distancia. Pero en este caso la situación se salva porque hay un hecho que se comunicó a partir del arte y el arte tiene la posibilidad de acercarnos y de alejarnos; nos deja en estado de contemplación constante porque estamos tratando de ver cuál es esa verdad que está ahí, que no terminamos de captar en su esencia absoluta.

- Hay una cuestión de sensibilidades en el medio, ¿no?

- Entiendo al museo como un encuentro entre sagrados: lo sagrado propio, que son los valores, juicios y prejuicios que se ponen en combinación y en diálogo constante con otros sagrados ajenos. El extranjero que viene de visita al museo está permitiéndome medir qué tan verdadero es mi sagrado, qué tan verdadero es el sagrado del otro y cómo me puedo reconocer a partir de las semejanzas y de las diferencias con el otro. No quiero meterme puntualmente con el caso de la Casa Histórica y este ejemplo de Montoneros, pero sí creo que un museo debe ser lo suficientemente provocativo como para generar el acto poético y a partir de ahí el movimiento, sin que esa provocación agreda un sagrado.

- ¿Y funciona?

- Esa pacificación no se hace para alisar los conflictos, sino para ponerlos en evidencia, invitar al diálogo y a la resolución del conflicto. El problema es que históricamente esto se vuelve imposible porque estamos siempre entre polos.

- Otro de los temas en los que trabajás se refiere a la relación del museo con las infancias. ¿Cómo lo enfocás?

- En primer lugar, hay que dejar a los chicos libres adentro del museo. Los niños saben mirar y saben mirar bien. El otro día pasaba por la Casa Histórica y había unos niños señalando cosas, muy entusiasmados porque ya querían entrar, pero la maestra les grita: “¡presten atención porque esto lo voy a tomar en la prueba!” Esos chicos ya están cerrados, pensando que tienen que escuchar todo, que no deben olvidarse de nada. Además no se trata solamente del conocimiento, sino del cruce de información... El entender que esos objetos o ese patrimonio no convivieron en el mundo real, sino que están puestos en diálogo para generar una narrativa, que esa narrativa puede ser deconstruida y que uno tiene derecho al disenso.

- ¿Y a partir de allí?

- Cuando uno empieza a escuchar a las infancias y a los adolescentes suceden cosas muy interesantes, por supuesto que la visita acompañada es necesaria, pero adquirir conocimientos no es el único objetivo del museo. El museo no es una enciclopedia, es un espacio, y como espacio tiene una arquitectura que delimita las posibilidades de exposición y una colección que delimita las posibilidades narrativas. Y también hay un equipo de personas que lo definen. Si un museo logra habilitar ese juego es fantástico.

- ¿Cómo puede ser buena la experiencia con los chicos dentro del museo?

- Un tema esencial es respetarlos como sujetos de derecho dentro de un espacio. El patrimonio es muy importante, pero mucho más importante son las personas que llegan y habitan el museo. Las reglas de no correr, no tocar, no sacar fotos, no hablar fuerte, no siempre son necesarias. Hay que saber cuándo se las puede ir estableciendo y explicarlas. Cuando ponemos al otro en situación lo hacemos compartir la responsabilidad sobre el patrimonio.

- ¿Y cómo lo afrontan los chicos?

- El objetivo final que para mí tiene el museo es invitar al ejercicio de ciudadanía. ¿Para qué vamos al museo a conocer sobre un hecho histórico o a ver una serie de obras de arte? Es para encontrar nuestro ser situado, para salir al mundo y hacer un ejercicio de ciudadanía, que básicamente consiste en el ejercicio de la voz, de la palabra enunciada. Entonces más que tener mucho para decir, en un museo tenemos mucho para escuchar.

- ¿Qué experiencias te quedaron de la gestión?

- En el Museo Tejeda que dirigí, una casa colonial que fue el primer claustro de un monasterio de las Hermanas Carmelitas, había varios ladrillones en el patio que tenían huellas de animales. Lo que hacíamos era invitar a los niños a descubrir de qué animal se trataba. Esa búsqueda los hacía recorrer todo el museo. Era un juego y miraban todo. En otro museo que dirigimos, el San Alberto, había un zapato bordado, una maravilla. Estábamos con una visita de cuarto grado y una niña preguntó cuánto costaba. Yo ya estaba pensando en responder algo así como que el patrimonio no tiene valor, pero saltó otra niña de atrás y dijo: “menos que un unicornio”. Y es verdad, porque nada vale más que un unicornio. Esa nena estaba en otro código de pensamiento, yo no podía hablarle del valor patrimonial. En esa misma visita alguien preguntó respecto a la suela de ese zapato y no conocíamos la respuesta, así que inspiró un trabajo de investigación. Hacía años que teníamos el zapatón en la vitrina, lo veíamos todos los días, pero la pregunta de un niño nos puso en jaque. El niño -esto lo dice Paulo Freire- es una olla vacía que hay que llenar de conocimiento. El niño es un ser humano exquisito que puede aportarnos mucho a esta humanidad.

- Otro tema en discusión es el de la tecnología, ligada con los presupuestos. ¿Cómo se afronta?

- Creo que el problema no es la pantalla, sino el proyecto crítico que tenga el museo. Queremos la interacción digital, pero ¿cuántas personas interactúan con una pantalla simultáneamente? Es sólo una la que hace el ejercicio táctil, el resto observa. Me parece que la tecnología sirve cuando permite ver algo más allá, algo que naturalmente uno no podría ver. Por ejemplo, cuando una muestra de arte sobre paisajes está acompañada por los sonidos de esos paisajes. Entonces hay un ejercicio de la tecnología que complementa la narrativa. El museo es un dispositivo súper potente cuando hay un buen proyecto museológico; es decir, cuando hay un buen ejercicio de lo que la institución quiere mostrar. Si no, es como estar en un bazar.

- ¿Qué otros aspectos te preocupan en este tiempo?

- Otro de los problemas que estamos teniendo es cómo los museos están entrando en el código del turismo cultural, de la cantidad de público que ingresa y del público que va en busca de una aproximación que es plana. No es una crítica al público, vivimos en una sociedad del espectáculo donde todo está puesto en escena con poca profundidad. Pero el museo exige generar muchas capas de lectura, muchas capas de profundidad para que cada visitante se encuentre en alguna de ellas. Tampoco sabemos cuáles son las formas de aproximación, los intereses, la necesidad y las expectativas del visitante que llega, pero sí debe haber un proyecto crítico que tengo un objetivo claro, responsable y comprometido con el patrimonio y más con la persona que entra al museo.

- ¿Y cómo puede enriquecerse ese proyecto crítico?

- Los museos son responsables también de salir al territorio, de ocuparlo generando acciones. Entonces, cuando nos referimos al museo ya no podemos hablar solamente del edificio-museo con sus colecciones y sus narrativas, sino del museo que podemos armar puertas afuera en una tarde de fiesta, con algunos objetos, con una historia que se cuenta, con un ejercicio para pensar el patrimonio intangible o la materialidad del objeto. Las colecciones son la excusa para entrar en contacto con otros hombres, otras mujeres, otros niños y niñas de otras épocas, de otras culturas o de nuestro propio cotidiano, a quienes nuestra mirada no alcanzaba todavía a ver.

Perfil

- Celina Hafford es Magister en Museología, museóloga y diplomada en Política Cultural. Coordina el proyecto de creación del Malicha/ Museo de la Palabra, destinado a las infancias. Dirigió en Córdoba el Museo de Arte Religioso Juan de Tejeda (2013-2019), el San Alberto (2008-2019) y el de Sitio Cripta Jesuítica (2017-2019).              

- Docente de posgrado y de especialización en museología y patrimonio en las universidades nacionales de Tucumán, Córdoba y Litoral. 

- Es miembro de Icofom e Icofom LAC (Comité Internacional de Museología y su subcomité para América Latina y el Caribe, desde 2008).