En Tucumán, el apellido Hernández está íntimamente vinculado con el fútbol. José Agustín empezó con la “fiebre”. En la década de 1960, “Víbora” era uno de los delanteros estrella de Tucumán Central, y esa pasión no tardó en desparramarse entre sus hijos y nietos. Y Daniel “Petete” Hernández fue uno de los herederos.

Es cierto, el camino estuvo repleto de oportunidades y de baches. Primero, llegó la chance de formarse en las inferiores de Independiente, pero no logró adaptarse a la vida en la pensión y eso se sumaba la delicada situación económica de su familia. Esos problemas no frenaron la ilusión de “Petete”, que se reencontró con el fútbol en Atlético Concepción, uno de los clubes furor durante la década del ‘70. A partir de allí no paró de crecer; al punto de que llegó a vestir la camiseta de la Selección y hasta disputó los Juegos Olímpicos de Seúl, en 1988.

Hoy, a la distancia, recuerda con gran nostalgia aquellas épocas en las que lo único que importaba era que la pelota impacte contra la red y que todo se inmortalice en un simple grito de gol.

-¿Cómo nace el amor por el fútbol?

-Mi padre José jugaba en Tucumán Central, La Florida y Estación Experimental. A él le decían “Vibora” y jugaba de “9”. Cuando estaba por pegar el salto para jugar en Buenos Aires, porque lo estaba siguiendo Huracán, sufrió una lesión de la rodilla. Después aparecieron mis hermanos Pedro, Agustín y Sergio, y todos jugábamos a la pelota en la bendita cancha “La Blanca” de Villa 9 de Julio.

-¿Quién te llevó a practicar fútbol de manera regular?

- Raúl Robledo fue quien me descubrió y a los 9 años que empecé a jugar en diferentes torneos infantiles que había en la provincia. Después aparecieron otras posibilidades y llegó la chance de viajar a Buenos Aires para jugar en Independiente.

-¿Cómo te descubre Independiente?

- Un hombre llamado Luis Páez, que era integrante de la Sociedad de Comercio e hincha de Independiente, me ofreció ir a hacer una prueba en 1985. Después de la prueba, quedé en la Séptima y estuve seis meses en la pensión. Las anécdotas son muchísimas, pero lo que más me marcó fue lo que pasó el primer día. Me acuerdo que mis viejos hicieron un esfuerzo enorme para comprarme un par de botines y cuando llegás a un club es como que te ‘bautizan’ cuando sos nuevo. Después del entrenamiento en Villa Domínico, los puse en un ventiluz de la habitación y me los robaron. Apenas pasó eso me fui a la sede de Independiente a decir que me quería ir. Eso hizo que me manden a una casa que estaba en Barracas, junto a una familia.

-¿Por qué esa experiencia solo duró seis meses?

-No era buena la situación económica en Tucumán. Mi familia era muy numerosa, somos siete hermanos, y mi viejo era albañil por las mañanas y barrendero de la Municipalidad por la tarde. Él era el que fomentaba el único ingreso a la casa y yo veía que ellos hacían un esfuerzo enorme para mandarme 10 australes. Yo sabía que eso que me mandaban terminaba faltando en mi casa. Además, en esos seis meses, viaje tres veces a Tucumán; nunca me acostumbré. Entonces decidí quedarme y me quedé para trabajar como capachero de mi viejo. En ese entonces era furor hacer las tumbas y los nichos en el Cementerio del Norte, y hacía eso. Después, como no quería estudiar y sólo hice hasta segundo año de secundaria, empecé a incursionar con la guitarra en la Escuela Juan Bautista Alberdi, de la avenida Martín Berho al 400.

-¿Quién te llevó a Atlético Concepción?

-En ese momento estaba jugando el Nacional B y el club era un furor. A mí me invitó un profesor que se llamaba Carlos Romano, que estaba trabajando en Quinta y Sexta. Me invitó a jugar ahí y después me vio Hugo Manuel García, que fue quien me promovió a Primera. Lo primero que me preguntó fue cómo iba de Villa 9 de Julio a la Banda del Río Salí. Le dije ‘corriendo’ porque cruzaba todo el parque, el puente Lucas Córdoba y llegaba al club. Me dijo que no podía hacer eso e hizo que me dieran dinero para el colectivo.

-¿Cómo se dio la oportunidad de jugar el Sudamericano con la Selección?

-En julio de 1987, Carlos Pachamé, el DT de la Selección Sub-19, vino a Tucumán a hacer una práctica libre para todos los chicos federados. A mí me llamó el ‘profe’ Romano, que me insistía de que tenía que ir a probarme. Llegué y había alrededor de 300 pibes. Estaban Pachamé, Daniel Petrella, Guillén, que fue arquero de San Martín y venía del Preolímpico, el “Coya” Gutiérrez y Pedro Arturo Monteros. Dio la casualidad de que quedé preseleccionado entre los cuatro que eligió Pachamé, que eran Martín Villa, Fabián Salomón, Ricardo Solbes y yo. Eso nos permitió viajar a Buenos Aires a practicar varias veces hasta que se definió la lista que jugó el Sudamericano Sub-19, que se disputó en cancha de Vélez.

-¿Qué recordás de ese torneo?

-De Tucumán, sólo habíamos quedado ‘Ricky’ y yo. Esos torneos siempre generan una gran ilusión; estaba la camiseta de la Selección, el cantar el himno y ver que tu papá y tu mamá podían darse ese lujo de estar ahí. Fue todo muy de golpe. Hermoso.

-¿Y los Juegos Olímpicos de Seúl?

-De la misma manera que Scaloni lo hace ahora, ellos ya llevaban tres o cuatro juveniles a todas las giras para que se entrenaran con los mayores. ¿Y quiénes eran los mayores? (Luis) Isla, (Pedro) Monzón, (Carlos) Alfaro Moreno, Juan Comas, Hernán Díaz, Néstor Fabbri, Néstor Lorenzo… Eso hacía que viajemos a todas partes y permitió que me incluyeran en la lista de la Olimpiadas. Estuve un mes y medio afuera. Me acuerdo de que en la previa fuimos a jugar un cuadrangular en Los Ángeles contra Brasil, El Salvador y América de México. Después viajamos a Japón en donde estuvimos una semana, y de ahí pasamos a Seúl para los Juegos Olímpicos.

-Maradona te regaló una camiseta, ¿todavía la tenés?

-Argentina jugaba un cuadrangular en Colonia, Alemania, y Pachamé había llevado un combinado joven. Nosotros teníamos la posibilidad de ver el primer partido porque después nos íbamos a Frankfurt en donde jugábamos dos partidos con selecciones de distintas ciudades. Entonces, terminó el partido y todos los chicos estábamos esperando ver a Maradona. Éramos todos del interior. En esa Selección ya estaba Monzón y yo era muy amigo de él. Le dije, ‘¿cómo podemos hacer para acercarnos a Maradona?’. ‘Pará, ya voy a hablar’, me contestó. Después de un rato, me dijo: ‘Vení tucumano, ahí está Diego’. Lo miro y estaba con una toalla. Me preguntaba cómo estaba y lo primero que le dije fue ‘¿quiero tu camiseta?’. Me dio una camiseta azul, que no era con la que había jugado, pero era la que tenía mangas largas con el número 10. Se la regalé a mi hija Romina, porque ella nació justo cuando estaba en la Selección.

-¿Cómo se gestó tu llegada a Atlético?

-A principios de 1990 me había ido a Bolívar de La Paz, en donde jugué Copa Libertadores y gané un par de campeonatos. Pero tenía ganas de probarme en el fútbol argentino y sentía que era necesario volver después de haber quedado fuera de la Libertadores en un partido frente a América de Cali. Entonces, volví a Tucumán y Atlético estaba en una renovación. Jorge Ginarte estaba como DT y teníamos un equipazo con mucha gente de la provincia. Sólo José Perassi, Marcelo Tapia y Guido Aballay eran de afuera. Todos los demás éramos tucumanos.

-¿Por qué pasaste directamente a San Martín?

-El pase era de Bolívar y ellos habían decidido prestarme a Atlético. Había una cláusula que decía que Atlético debía hacer uso de la opción de compra que era de U$S 120.000. Estaba todo arreglado, incluso estaba haciendo la pretemporada con mis compañeros en San Pedro. Eric Ginel tenía una radio y siempre escuchaba los programas de deportes. Entonces viene a la habitación y me dice: ‘A vos te compró San Martín. Acá dicen que sos jugador de San Martín’. ‘¿Qué? No, Eric dejá de joder’, le digo. Al día siguiente volvemos a Tucumán y me voy a mi casa. A las 15.30, llegó un dirigente de San Martín con los papeles; no entendía nada.

-¿Cómo fue integrar ese San Martín de Ricardo Gareca que quedó a un paso del ascenso?

-Ese equipo fue iniciado por Horacio Bongiovanni. Teníamos buenos resultados, pero después lo sacaron. Llegaron Juan Carlos Carol y Jorge López pero no le encontraron la vuelta. Y después vino Gareca. San Martín estaba de mitad de tabla para abajo, creo que en el puesto 14…Era terrible. No ganábamos ni nos pagaban. El “Flaco” nos metió el chip y comenzamos a trabajar diferente. Nos convencimos de que era una posibilidad y de que podíamos llegar; que no era un problema futbolístico sino anímico y económico. Con él sigo teniendo comunicación y sigo hablando. Se acuerda de todos los que integramos ese plantel.

-¿A qué te dedicas hoy?

-Hice el curso de técnico, dirigí varios equipos por todo el norte, pero hace dos años que no me dedico a eso. Hoy me enfoco en recuperar el tiempo que no tuve con mi familia. Ya soy abuelo y mis hijos me acompañan siempre.