Por José María Posse

Abogado, escritor, historiador.

El 10 de agosto de 1974, durante el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, integrantes del Ejército Revolucionario del Pueblo atacaron a sangre y fuego la Fábrica Militar de Villa María. Si bien el principal objetivo era robar armamento, secuestraron en la acción al mayor Argentino del Valle Larrabure (como ingeniero militar, se desempeñaba como subdirector), experto en explosivos.

En el tiempo sin tiempo que duró su martirio, intentaron infructuosamente quebrarlo emocionalmente para obligarlo a trabajar para ellos en la fabricación de bombas, sin lograr su cometido. Durante un año y días, se lo mantuvo detenido en una “cárcel del pueblo”, en condiciones infrahumanas; era un agujero de dos metros de largo por uno y medio de ancho, cavado en el interior de una vivienda. Agravaba la situación que el militar era asmático y la humedad y el lógico estrés de la situación potenciaban sus padecimientos a un grado que nos resulta difícil imaginar.

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Sin ver el sol, aislado completamente del mundo, siendo torturado física y psicológicamente este oficial, egresado del colegio Tulio García Fernández, mostró una notable entereza, no solo para soportar las torturas y humillaciones a las que fue sometido, sino también dejar escritas verdaderas lecciones de resignación cristiana, de fortaleza espiritual y de perdón a sus ofensores.

Las cartas

Se conocen ocho cartas que Larrabure envió a sus familiares que transmitían un pensamiento sereno, pletórico de paz y de perdón. Pedía a sus hijos que “perdonaran” a quienes lo martirizaban, que continuaran con su vida sin odios ni rencores, siendo siempre fieles a sus enseñanzas cristianas y a los principios fundacionales de la argentinidad, teniendo a la cruz y a la Bandera Argentina como estandartes a los cuales defender, hasta con la vida misma. Todos los días cantaba el himno nacional, rezaba el rosario, como lo hacía habitualmente desde tiempos escolares.

Sólo frente a la muerte, sin esperanzas, escribió durante su cautiverio lo que le dictaban el dolor, la nostalgia y el recuerdo de sus seres queridos. Este es su diario. Un documento que no se puede leer sin lágrimas.

“A Dios, que con tu sabiduría omnipotente has determinado este derrotero de calvario, a tí invoco permanentemente para que me des fuerzas. A mi muy amada esposa, para que sobrepongas tu abatido espíritu por la fe en Dios. A mis hijos, para que sepan perdonar. Al Ejército Argentino, para que fiel a su tradición mantenga enhiesto y orgulloso los colores patrios. Al pueblo argentino, dirigentes y dirigidos, para que la sangre inútilmente derramada los conmueva a la reflexión para dilucidar y determinar con claridad que somos hombres capaces de modelar nuestro destino, sin amparo de ideas y formas de vida foráneas totalmente ajenas a la formación del hombre argentino. A mi tierra argentina, ubérrima y acogedora, escenario infausto de luchas fratricidas… para que cobije mi cuerpo y me dé paz. Mi intención no es el insulto ni formular personalismos. Más bien me impulsa a escribir este cautiverio que me sume en las sombras pero que me inundó de luz. Mi palabra es breve, sencilla y humilde; se trata de perdón y que mi invocación alcance con su perdón a quienes están sumidos en las sombras de ideas exóticas, foráneas, que alientan la destrucción para construir un ‘mundo feliz’ sobre las ruinas. Mis enemigos son medrosos y pusilánimes ante iguales y superiores. Impulsivos, cortantes y autoritarios ante inferiores, débiles, cautivos y desarmados. Valientes en las sombras, en la sorpresa, en la espalda o en el insidioso dardo arrojado por detrás a su oponente. En el cautiverio se corta abruptamente la relación con un medio, formado por la integración de familia, trabajo y amigos. Se cae a una celda estrecha, húmeda. Un escondrijo de ratas donde los carceleros encapuchados juegan una suerte de duendes o de brujas. Soledad de voces y ausencia total de facciones vivas. La cara es reflejo del alma y los mentados ‘carceleros del pueblo’ son capuchas móviles, insensibles, endurecidos por resentimientos de profundas raíces. Son carceleros sin alma”.

Repercusiones

La familia Larrabure es una tradicional familia tucumana, querida, respetada y muy vinculada en diferentes ámbitos sociales, culturales y universitarios. El secuestro de Argentino del Valle caló muy profundo en la sociedad tucumana de entonces, sobre todo en la comunidad salesiana, donde se había formado desde sus primeros años, en base a una sólida doctrina católica y patriota. Años después, pilotos varios héroes de la guerra de Malvinas, embebidos de igual formación llevaron estos principios a grados extremos, dando nacimiento a aquello de que no existía soldado nada más peligroso que un argentino recién confesado.

De esa formación, de esa “cuna de héroes”, el mayor Larrabure formó su carácter desde temprana edad. Dios y la Patria eran su oriente y no traicionó esos principios hasta el final de sus días. Su martirio era un tema recurrente en aquellos días infaustos en la historia argentina y los tucumanos eran testigos de actos criminales, como los asesinatos, cobardes y arteros del capitán Humberto Viola y su hijita María Cristina. Quien escribe estas líneas recuerda con dolor aquellas noches donde se escuchaban explosiones de bombas, una de ellas colocada en la casa de un industrial azucarero. Despertar con el sonido de la deflagración de la bomba destrozando los vidrios de las casas vecinas y el frente del inmueble objeto del “atentado”.

Fueron tiempos de terror inaudito, de violencia extrema, donde no se escuchó la voz del querido Papa Pablo VI, quien nos advertía que: “La violencia solo engendra más violencia”. Tiempos aciagos para una democracia que había regresado a la Argentina con banderas de justicia social, de libertad, de igualdad de condiciones; pero un grupo encaramado en el odio y en ideas extrañas al sentir nacional, estaban socavando desde los propios cimientos. La lucha por las ideas revolucionarias, para ellos, debía ser impuesta por la fuerza de las armas, no de la razón. En medio de estas disquisiciones, un pueblo que sólo quería vivir y prosperar en paz, vivía el horror de no saber cuando ellos mismos podrían caer bajo las fauces del horror.

¿Tiempos pasados?

Tal como escribió un cronista de la Revista Gente: “Insistir con el caso Larrabure es mostrarles a los argentinos algo más que la inmolación de un hombre. Es desnudar en toda su crudeza una etapa de la historia del país que no debe volver a repetirse. Esa etapa de secuestros, de asesinatos, de atentados, de violencia ciega no será olvidada por los argentinos ‘ocultando cosas’. El diario de Larrabure pudo ser prolijamente guardado en un sobre y mandado al archivo. Porque todos los detalles del caso se sabían. Porque en su momento había hablado su viuda. Porque ya se habían publicado todas o casi todas las fotografías. Sin embargo para nosotros no es un caso cerrado. Es uno de esos casos que exigen siempre, por muchos años que pasen, lucidez y memoria. Por eso no nos importa la reiteración, el retorno a los hechos y a las terribles imágenes finales de este hombre-símbolo. Lo que sí nos importa es el olvido. Alguna vez el caso Larrabure -y Aramburu, y Viola, y Cáceres Monié y tantos otros- será definitivamente el pasado. Alguna vez tendremos la paz que queremos y que estamos conquistando tan duramente. Entonces, en ese punto, habremos llegado al objetivo. Pero si olvidamos el pasado, si pensamos que esos hechos no se repetirán, correremos un serio riesgo. Todo puede volver a repetirse. Porque los únicos responsables de los hechos somos nosotros. (Revista Gente, Año 12 Nro. 612 - 14 de abril de 1977)”.

Desesperanza

“En un instante en que el carcelero no observa, discretamente llevo a la mano del doctor (que lo asiste luego de un serio ataque de asma) mi mensaje y en mis ojos imploro que acepte ese compromiso de solidaridad con un ser humano quebrantado por un injusto cautiverio (era el enviar una nota a su familia diciendo que estaba bien). La capucha asiente afirmativamente. Pero en ese asentimiento pude ver sus ojos, y nació en mí de inmediato el firme convencimiento de que la capucha es solo estuche de un hombre que está técnicamente preparado para ejercer la medicina, pero carente de sentido de piedad. Más bien es un hombre con cualidad de verdugo. Sí, éste es indudablemente el hombre nacido para manejar el hacha que secciona una cabeza en el cadalso, donde cae brusca, sanguinolenta. Donde un torso y extremidades dan estertores convulsivos al ser tocados por una súbita muerte. Al ver sus ojos he visto la malicia calculadora del sádico, que siendo médico sólo tiene el alma carnicera del verdugo. La negra tela de la capucha que trasunta la mejilla desencarnada de la muerte me espera paciente. En una espera que procura lenta para gozar de mi impotencia y de mi desesperanza, pero se nutre en su ansia fatídica, en que su cautelosa acechanza no será vana. El médico se fue con mi esperanza y mi duda. Amargo sabor de hiel el de esos ojos glaucos y fríos que ví en el orificio de la capucha, ojos de aves voraces que gozan de que la carroña de mi cuerpo sea devorada en amarga espera. La esperanza se desvanece como letras escritas en la arena...”.

“Después del mensaje frustrado que intentara cursar con el médico, hay una velada obstinación en observarme. Trabajo en mantener limpia y ordenada mi ratonera y estudiar diariamente matemáticas en el texto que me trajeron, además de papel borrador y lápiz. Esto constituye mi evasión y me posibilita la redacción de estos apuntes que hasta hoy he podido esconder de mis trabajos. Mi certidumbre se afianza con la visita de un encapuchado que me dice: ‘Mayor, no se desespere y no trate de quebrantar su prisión. En la cárcel del pueblo Ud. permanece porque el Ejército al que usted pertenece, lo ha abandonado’. ‘No estoy abandonado -le respondo-, ‘estoy acompañado por la fe infinita de Dios y por el amor de mis seres queridos, amigos y mi Ejército, que no me abandonará jamás, porque en él se forjó mi carácter, porque él perfeccionó mi intelecto y porque en él aprendí muy joven a aceptar y saber esperar a la muerte con templanza’. ‘Usted, mayor, tiene una evidente inestabilidad emocional, y habiéndolo abandonado su Ejército, Ud. puede lograr su libertad’. ‘¿ Lograr mi libertad a cambio de qué?’. ‘Mayor, Ud. es especialista en armas y explosivos. Acepte trabajar como asesor para las fábricas de nuestra organización y será libre’. ‘Por ese precio, no... Sólo la muerte, que sabe a la pureza del fruto no corrompido. Morir, pero por ideales que están al amparo de símbolos que nos conmueven el espíritu con la visión de una nación altiva. Ricas pampas, ríos caudalosos, mocetones que sienten la Patria por la pureza de sus corazones libres y que ignoran cánticos foráneos y estrellas imperialistas de cinco puntas teñidas de rojo. ¡Oh, muerte apetecida, te espero fiel a mi Patria y a mi Ejército!’. ‘Larrabure, Ud. tiene un desequilibrio emocional que no le permite apreciar exactamente su situación. Piense y hablaremos...’. ‘¡Sí, hablaremos para que cada vez que se consolide más mi fe y mi fidelidad!’. ‘Hablaremos, Larrabure...’”.

Morir de pie

“Hago gimnasia moviendo mis brazos y piernas en flexiones interminables, pues quiero fatigarme. La fatiga me prodigará el sueño. A pesar de ello no puedo dormir y debo recurrir al carcelero para que me facilite un barbitúrico. Me entregan un Valium de 5 miligramos. Solamente con la ayuda de esta droga logro conciliar algunas horas de descanso con un sueño profundo y relajado. En mi retiro obligado medito que es necesario disponer de una profunda vida interior para sobreponerse a la desventura del cautiverio, de la soledad, de la angustia por el recuerdo de seres queridos sin llegar al extravío, a la enajenación. Busco fuerzas en mi espíritu azotado para superarme, para no quebrantarme, para no claudicar, para morir con Dios, que estos pervertidos sin fe apostrofan, pero también tengo lucidez para comprender que en algunos momentos los zumbidos que castigan mi cabeza me sumen en un estado de inconciencia y siento voces hablar de personas muy caras a mi corazón. Calladamente rezo pidiendo a Dios que no me abandone en una locura humillante. Quiero morir como el quebracho que no entrega su figura de árbol rudo sin exigir el esfuerzo del hachero en prolongadas transpiraciones. Quiero morir como el quebracho, que al caer hace un ruido que es un alarido que estremece la tranquilidad del monte. Quiero morir de pie, invocando a Dios en mi familia, a la Patria en mi Ejército, a mi pueblo no contaminado con ideas empapadas en la disociación y en la sangre. ¡Oh, Dios misericordioso, te pido humildemente me concedas esta gracia! ¡Dad a mi espíritu tu protección generosa para que mi vida cese como la serena llama de una vela que se extingue!... El 4 de enero sorpresivamente sentí voces de mi hija, y salí en su búsqueda, y me encontré con tres hombres y una mujer joven que hablaban en una habitación. Les ví sus caras y la contracción de sus mejillas, su palidez ante el peligro que supone la presencia inusitada de un hombre cautivo que los encuentra desarmados. Lamentablemente mi estado de alucinación y mi salud quebrantada no me ayudan en la gresca que se origina. Pude pegar, rompí un vidrio, pero fui desvanecido por mis siniestros carceleros y cuando desperté me encontré maniatado de pies y manos en mi camastro. Así permanecí durante tres días en que con más severa vigilancia se me desataba para alimentarme y para usar mi inodoro portátil. Maniatado, dolorido por los golpes recibidos, me sentí afiebrado. Me brindan asistencia médica y luego de ese...”.

El relato se interrumpe en este punto. Tiempo después, y ante la impotencia de sus captores en reclutarlo, Larrabure (19 de agosto de 1975) sería torturado y asesinado, ahorcado con una cuerda de manera inmisericorde. Su martirio fue el reflejo de una vida orientada en clave de amor, de fe y perdón. Es por todo ello que la Iglesia Católica impulsa su canonización. Es también necesario que las nuevas generaciones, al conocer su historia, tengan la certeza de que la violencia nunca es el camino para lograr objetivos, cualquiera sea su motivación.