Por Juan Ángel Cabaleiro
Para LA GACETA - TUCUMÁN

No tiene mucha lógica, pero debe tratarse de una cuestión de piel, de sensibilidades: una cosa es el pueblo trabajador y otra la constelación de estrellas mediáticas; así de lejos están unos de otras y así de poco se entienden. Esta vez fue en EE.UU., donde se confabularon los pesos pesados de Hollywood para que no ganara Donald Trump, pero ya lo habían hecho en Argentina para evitar el triunfo de Milei, y el de Aznar y Rajoy en España, y en un montón de ocasiones que se remontan, si no a los griegos, a la Unión Democrática que enfrentó a Perón en el 46, y va a resultar que esta fórmula para el fracaso también es un invento argentino.

Si yo fuera candidato a algo lo buscaría hasta lo imposible y me quedaría realmente tranquilo cuando la casta cultural me declarara «un peligro para la democracia», porque el pueblo huele, detecta esas cosas y corre en sentido contrario, es desobediente, quiere sangre, busca cada vez más el vértigo de la transgresión y lo prohibido, dejar de ser víctima y convertirse alguna vez en verdugo. Ahora bien: una regularidad tan curiosa como esta debería llamarnos a la reflexión y dejarnos alguna enseñanza. Porque esta habitual cruzada de ricos y famosos contra la derecha, ¿de verdad pretende defender la democracia o apunta, incluso sin saberlo, justamente a lo contrario?

Peligrosa democracia

Más que escudriñar sobre los peligros que acechan a la democracia deberíamos preguntarnos si no será la mismísima democracia el peligro, una especie de lobo con piel de cordero. Porque estos dirigentes que llamamos «populistas» saben interpretar como nadie los sentimientos y aspiraciones del pueblo, y el problema está en que, en lugar de filtrarlos y edulcorarlos hasta lo digerible, les dan vía libre a su realización. Este «hacer el gobierno lo que el pueblo quiere…» es la más cruda y literal definición de la democracia, y es precisamente lo que más preocupa y hasta levanta ampollas, porque el pueblo, como sabemos, es una bala perdida.

Echarle una gruesa piel de cordero a los exabruptos y devaneos de las masas es lo que en realidad se pretende con estas solicitadas y convocatorias biempensantes que claman en el desierto, y no darle cauce democrático a una voluntad popular que últimamente encuentran equivocada y horrible.

Porque tal vez no se trata de la irrupción de líderes engañabobos o francotiradores del autoritarismo, sino de auténticas mayorías sociales que encuentran en estos discursos la expresión de su voluntad. Y cuando la voluntad popular se refleja en líderes disruptivos que amenazan el statu quo, la democracia no zozobra, sino que muestra su rostro más crudo y feroz: los que zozobran son los frenos y barreras, los bozales que le ponemos en democracia al lobo de la voluntad popular: ¿Qué hacer si una mayoría democrática pretende patear el tablero del orden establecido y ponerlo todo patas para arriba?

A un dilema de este tipo se enfrentaron las élites de nuestro país en los años 30, la «década infame», cuyos dirigentes decidieron que el tratamiento adecuado para una voluntad popular que encontraban equivocada y horrible era el reposo absoluto, la cuarentena y unas buenas dosis de fraude. Remedios, todos ellos, peores que la enfermedad.

Curioso paralelismo que pone ante un mismo dilema a fuerzas políticas tan antagónicas como el conservadurismo de la década infame y el progresismo actual: lidiar con una voluntad popular que no solo les es adversa, sino que cuestiona principios intocables de sus argumentarios (y les cae, además, como un patadón al hígado). Parafraseando aquello de la campaña de Clinton, podríamos decir ahora: «es la democracia, estúpido».

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Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.