Por Darío Judzik
Para LA GACETA - BUENOS AIRES

La inteligencia artificial (IA) ha dejado de ser un concepto de ciencia ficción, distópica y futurista, para convertirse en una realidad que interpela nuestra vida cotidiana. Desde los algoritmos que determinan qué contenido consumimos en redes sociales hasta los asistentes virtuales que nos ayudan a gestionar nuestras tareas diarias, la IA ya no es una tecnología del futuro: constituye nuestro presente. Es hora de despertar y dejar de procrastinar el debate público sobre su impacto económico y social, porque los efectos pueden ser arrolladores.

La pregunta clave ya no es (tanto) qué podrá hacer la IA, sino cuándo: ¿Cuánto tiempo falta para que la IA pueda realizar la mayoría de nuestras tareas laborales, mejor o más barato? Los pronósticos varían ampliamente: algunos expertos hablan de décadas, otros de meses o pocos años. Lo que sí sabemos es que la automatización no discrimina por nivel de formación. Distintos tipos de trabajos, manuales, operativos, rutinarios, creativos, profesionales o intelectuales están siendo objeto de aplicaciones de IA. Un algoritmo puede redactar informes, traducir textos con pericia, analizar datos complejos, diseñar logos, o crear contenidos educativos. Entonces, ¿dónde puede refugiarse el trabajador humano ante este tsunami tecnológico?

La respuesta radica en desarrollar y potenciar aquellas habilidades que son inherentemente humanas y que resultan extremadamente difíciles de programar. Todo lo que no sea fácil de sistematizar, como una receta de cocina, es más difícil que un algoritmo lo “aprenda”. Por ejemplo, el lenguaje no verbal y el uso del cuerpo en la comunicación son cruciales en nuestra cultura y la IA está lejísimos de dominarlo. El conocimiento adquirido basado en la experiencia vivida, y generalizable a muchos escenarios, también representa un gran activo. La capacidad de haber transitado situaciones complejas, haber cometido errores y, sobre todo, haber aprendido de ellos, es una ventaja comparativa del trabajador humano. Con el tiempo perderá valor relativo lo enciclopédico y ganará importancia lo tácito. Como dijo el poeta andaluz tan temprano como en 1917: caminante, son tus huellas el camino y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar.

La creatividad genuina, esa que surge de la imperfección y la irregularidad propias del ser humano, es otro bastión difícil de conquistar para la IA. Mientras las máquinas pueden generar variaciones basadas en patrones existentes, la verdadera innovación disruptiva sigue siendo un dominio predominantemente humano. Paradójicamente, nuestras imperfecciones podrían ser nuestra mayor fortaleza. La empatía y la inteligencia emocional representan otra frontera donde el ser humano mantiene una ventaja significativa. La capacidad de comprender verdaderamente las emociones ajenas, de conectar a nivel personal y de navegar las complejidades de las relaciones interpersonales son habilidades que la IA aún está lejos de dominar.

El liderazgo, basado en valores éticos y emocionales, es otra área donde las personas seguirán siendo insustituibles. La capacidad de discernimiento, la habilidad de inspirar, de guiar equipos a través de crisis, de tomar decisiones difíciles, son capacidades que requieren una comprensión profunda de la condición humana.

En conclusión, nuestro futuro laboral no está condenado sino que está en transformación. La clave está en identificar y desarrollar aquellas habilidades que nos hacen difíciles de reemplazar. Por varios años más, y quizás por mucho tiempo, estas capacidades seguirán siendo nuestro refugio y nuestra ventaja en un mundo cada vez más automatizado.

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Darío Judzik - Decano Ejecutivo de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella. Co-autor de Automatizados. Vida y trabajo en tiempos de inteligencia artificial (2024, Ed. Planeta), junto a Eduardo Levy Yeyati.