Publicado en 2019 en EEUU y en Gran Bretaña por la editorial de la Universidad de Yale, ahora se publica en castellano La cultura en la Alemania nazi, del historiador y sociólogo germano Michael H. Kater. El libro, extensamente documentado, cumple con lo que su título propone. En sus 450 páginas se despliega un estudio histórico sobre la cultura durante el Tercer Reich. Pero la obra trasciende ese cometido y se convierte en una nueva historia de ese régimen totalitario genocida entre 1933 y 1945, desde la perspectiva de la cultura, de sus protagonistas y de sus detractores.
Un interrogante subyace: el de si es posible la cultura en el totalitarismo. La respuesta será negativa. Esta clase de regímenes, como su denominación evidencia, busca el control absoluto sobre la totalidad de la vida de las personas. El nazismo, vale aclararlo, intentó generar una estética nacionalsocialista. Pero era una receta vacía de originalidad, de fuerzas desafiantes, de rupturas, de exposición de tensiones irresueltas y, sobre todo, vacía de ética. Consistió, más bien, en un retorno a corrientes tradicionalistas, que exaltaran valores puestos al servicio de los objetivos demenciales de Adolf Hitler y sus acólitos. Esto es el control de la población, la conquista de Europa y la aniquilación de quienes profesaban la fe judía, así como también de quienes se oponían al régimen.
Contra el modernismo
Para instaurar esta “cultura nazi”, plantea Kater, el Tercer Reich decidió aniquilar (ese verbo le cabe a todas sus prácticas) las fórmulas culturales que le precedieron. Se ensañaron, particularmente, con las producciones artísticas e intelectuales del modernismo, odiadas por ellos desde los tiempos de la república de Weimar (1918-1933). Esta república es el sistema de gobierno instaurado luego de que el Segundo Reich fuera derrotado en la Primera Guerra Mundial. Las condiciones impuestas a Alemania por los vencedores en el Tratado de Versalles fueron humillantes: la declararon única responsable de la conflagración. Además, las sanciones económicas derivaron en hiperinflación y desocupación. Todo ello generó un profundo resentimiento en la población, sumado a que la prédica de Hitler demonizaba la democracia liberal y le achacaba toda la culpa. La unificación alemana era muy reciente (había operado a principios de la década de 1870). Así que no había tradición ni conciencia histórica respecto del valor de la institucionalidad.
La Gran Guerra, como agravante, había sido la primera conflagración en la que se puso todo el desarrollo tecnológico de la revolución industrial, y todo el conocimiento científico de la época, al servicio de una masacre demencial. La quiebra moral de Europa fue incontrastable. El nazismo encontró allí el terreno propicio para incubar el huevo de la serpiente.
Ilustra Kater que el modernismo fue una reacción, precisamente, contra los horrores de la Primera Guerra Mundial. Eso sí: los creadores modernistas eran una minoría en comparación con los tradicionalistas. Y no todos eran partidarios de la república. En todo caso, compartían la pulsión por “hacer nuevas todas las cosas”. El producto de esa movilización fue el movimiento Bauhaus. La huella de esta vanguardia en la arquitectura es imperecedera. En la reciente entrega de los Oscar, la película “El Brutalista” llegó con 10 nominaciones. El personaje ficcional, László Tóth, evoca (aunque con imprecisiones cronológicas y de estilos) el calvario de algunos profesionales que emigraron (en el filme, a EEUU) cuando el movimiento fue perseguido por los forjadores del mal absoluto.
Pero la Bauhaus reunió a referentes de las disciplinas artísticas más importantes. En la década de 1920, la escuela tenía su propia banda de jazz. Entre los pintores se contaba a Vasili Kandinski y a Paul Klee. En el teatro, Lothar Schreyer. Entre los escritores, Bertolt Brecht y Thomas Mann.
A finales de ese decenio comenzará a operar la contraofensiva de la derecha que fue placenta del nazismo. Alfred Rosenberg, primer paladín de Hitler en Munich, fundó la “Liga Militante para la Cultura Alemana”. En un manifiesto de 1928 convocó a la “lucha total” contra la literatura de la época y contra los contenidos liberales de la prensa urbana judía, como el periódico Franfurter Zeitung. Al año siguiente emprendieron una campaña para desacreditar las producciones del modernismo. La escultura y la pintura tampoco se salvaron: los nazis no podían comprender el arte.
Estas reacciones buscaban coincidir con los juicios que el propio Hitler (el que había fracasado en su intento de ingresar a la Academia de Bellas Artes de Viena) había plasmado a mediados de esa década en ese “antilibro” que fue Mi lucha (Mein Kampf). Allí sostuvo que “el cubismo y el dadaísmo” formaban parte del “bolchevismo en el arte”. Evidentemente, no conocía las diferencias entre las distintas formas artísticas nuevas: dadaísmo y cubismo, impresionismo y expresionismo.
Ya en el poder, en junio de 1933, Hitler ordenó retirar 500 pinturas vanguardistas de la galería nacional de Berlín. Tres años después, directamente, ordenó cerrar definitivamente sus puertas.
Goebbels
La mano del infame Joseph Goebbels, ministro de Ilustración Pública y Propaganda, siempre estuvo presente. En 1933, la Ley de Publicaciones se dictó para condicionar a la prensa escrita. Establecía que “incumbe a los jefes de redacción el tratamiento veraz de los contenidos y sopesarlos a su mejor saber y entender”. La imprecisión equivalía a una sola fórmula: hacer lo que el nazismo dijese que debía hacerse. En 1936 fueron más allá: quedó prohibida la publicación de análisis críticos.
Los resultados quedaron registrados por Goebbels en su diario personal. En la noche entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938 se produjo el que, acaso hasta la masacre de Hamas del 7 de octubre de 2023, fue el mayor pogromo de la historia: “La Noche de los Cristales Rotos”. Viviendas y negocios de ciudadanos que profesaban la fe judía, tanto de Alemania como de Austria, así como sus sinagogas y escuelas, fueron saqueados y hasta incendiados. La indicación para los periódicos fue minimizar el ataque. Les sugirieron difundir que sólo se habían roto unas cuantas vidrieras y que “los incendios en las sinagogas habían estallado espontáneamente”. Se estipulaba, además, que los titulares no debían publicarse en primera plana, ni a toda página, ni ser acompañados por fotografías. Debía mencionarse que los ataques (de los que participaron las SA, las SS, la Gestapo, las Juventudes Hitlerianas y la Policía) se debían “a la comprensible furia de la sociedad” y al hecho de que eran “una respuesta espontánea al asesinato” de Ernst von Rath, funcionario de la embajada alemana en París. Las órdenes fueron obedecidas y entonces, dice Kater, “Goebbels anotó encantado” que “la prensa alemana colabora magníficamente: saben lo que está en juego”.
Precisamente, Kater puntualiza que “La Noche de los Cristales Rotos” fue una bisagra para los alemanes que profesaban la fe judía. “A partir de entonces tuvieron que asumir que el régimen nazi daba pasos sistemáticos para marginalizarlos y, tal vez, para eliminarlos”, sostiene el autor. A la vez que miles de ellos decidieron emigrar, comenzó un proceso de opresión sin pausa. Empezó por impedirles tener mascotas. Siguió por prohibirles el acceso al transporte público. Luego, en octubre de 1941, Heinrich Himler, el criminal de guerra que fue jefe de las SS, les prohibió el derecho a emigrar. El 19 de noviembre siguiente, fueron excluidos del sistema de prestación social.
Este oprobio era el corolario de un proceso que había comenzado mucho antes, porque -reseña el autor- el primer ámbito del que fueron excluidos masivamente los miembros de la comunidad judía fue el cultural. Comenzaron el 7 de abril de 1933 con la Ley de Restauración del Servicio Civil Profesional. La norma postulaba el despido de funcionarios de ascendencia judía, la cual quedaba comprobada con el solo hecho de tener un abuelo de esa extracción. Esta “cláusula antijudía” no demoró en trasladarse al ámbito privado. Ese año hubo una reglamentación de la ley orientada a la esfera cultural. Para dimensionar la catástrofe, en 1935 vivían en el Tercer Reich 200.000 alemanes de ascendencia judía y 450.000 ciudadanos considerados “judíos plenos” por el nazismo. En 1938, tras la anexión de Austria, el “Anschluss”, 190.000 personas cayeron bajo el régimen.
Las “leyes de Nuremberg”, en 1935, profundizaron el escarnio: prohibían el casamiento y las relaciones íntimas entre “judíos y arios”. Quedaba expuesto que este antisemitismo no estaba radicado en la religión, sino en un concepto espantoso: “la raza”. De hecho, la cultura nazi traficó un concepto demencial: la de que los alemanes que profesaban esa fe no eran alemanes, sino judíos.
Etapas
Precisamente, millones de alemanes que no profesaban la fe judía fueron también víctimas de Hitler. Y la cultura, reducida a peón de la propaganda, fue un instrumento empleado a destajo para ello. Especialmente a partir del 1 de septiembre de 1939, cuando la invasión a Polonia detona la Segunda Guerra Mundial. La tarea de Goebbels, sintetiza Kater, fue “mantener a la gente en la lucha y garantizar su anuencia, aunque sólo fuera aparente, a las exigencias que les imponía el régimen”.
La prioridad fue permanecer atentos al estado de ánimo de la opinión pública, que variaba según las novedades que llegaban del frente bélico y las condiciones de vida generales. El Ministerio de Ilustración Pública y Propaganda desplegó un plan que consistió en repartir premios y castigos en las diversas ramas de la actividad cultural. La estrategia conoció tres etapas. La primera fue la de la conquista, que se extendió desde la rendición de Polonia hasta los limitados éxitos del mariscal Erwin Rommel en el norte de África, en 1942. Fueron años de una exaltación descomunal de la figura de Hitler, así como de explotar los sentimientos ultranacionalistas. El exitismo se alimentaba, en 1940, con la invasión a Dinamarca y Noruega; y con las tropas alemanas marchando sobre París. Fueron años de programas de entretenimiento en la radio, para distraer sobre la escasez de productos, y de películas y obras de teatro puestas al servicio de adoctrinar para “la causa”.
La segunda etapa, en cambio, fue compleja y menos efectista. Es la de los momentos previos y posteriores a la derrota alemana en Stalingrado, luego de la cual el Ejército Rojo de la URSS avanzaría sin retrocesos sobre el Tercer Reich. Demoraron semanas en comunicar que habían perdido esa batalla determinante. Y terminaron montando la mentira de que todos los soldados del Reich habían muerto, sacrificando sus vidas por el nacionalsocialismo. Ni una palabra dijeron de los casi 100.000 prisioneros que los rusos enviaron a los gulag.
La etapa final va desde la derrota de Stalingrado, el 2 de febrero de 1943, hasta la rendición alemana de mayo de 1945, pasando por la caída de Benito Mussolini en julio de 1943.Para entonces, Goebbels renegaba de los artistas y los despreciaba sin miramientos. El 30 de marzo de 1945, en una de las últimas anotaciones de su diario, escribió: “Estoy muy disconforme con su actitud política. (…) Al fin y al cabo, son artistas, lo que equivale a indiferentes a los asuntos públicos, para no decir sin entereza”. Era la confesión de que la propaganda ya no servía para manipular al pueblo. Y de que la cultura, en el totalitarismo, está condenada de antemano.
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PERFIL
Michael H. Kater (Zittau, Alemania, 1937) se doctoró en Historia y Sociología en la Universidad de Heidelberg, donde fue profesor. Miembro de la Royal Society de Canadá, sus investigaciones sobre el nacionalsocialismo se han convertido en obras de referencia con repercusión internacional. Por su trabajo recibió la beca Guggenheim y el Premio Adenauer