La tarde mendocina se presentó amable, casi primaveral, con esos casi 20° C que invitan a la reunión y al recuerdo. Y fue justamente eso lo que se vivió en el estadio Malvinas Argentinas, donde Atlético y Godoy Cruz se encontraron en un partido que, más allá del resultado, llevaba consigo múltiples historias, pequeñas despedidas y algunos reencuentros. Para algunos, fue la oportunidad de acercarse a un pedazo de su tierra natal; para otros, el principio de un regreso largamente esperado. Así, con el sol empezando a teñir de naranja las montañas que tienen una vista imponente desde el Parque San Martín, Mendoza se convirtió en el escenario de emociones cruzadas.

Mariana Torres llegó temprano, como tantas otras veces al hotel donde concentraba el “Decano”. Nacida en Buenos Aires pero tucumana por adopción -o, mejor dicho, por amor-, se acercó donde concentraba el plantel de Atlético. Lleva cinco años viviendo en Mendoza, desde que se casó con Carlos, su esposo, quien le contagió la pasión por el “Decano”. “Cada vez que puedo, vengo. Aunque muchas veces sólo me acerco al hotel”, contaba Mariana mientras exhibía orgullosa su tercera camiseta firmada por el equipo.

No pudo ingresar al estadio esta vez, las gestiones habituales con una radio tucumana no dieron frutos, pero su entusiasmo no menguó. “Siempre seguimos los partidos por televisión, aunque vivirlo a la distancia es duro para mi esposo. Por eso, cuando vienen a Mendoza, trato de aprovechar para verlos, aunque sea un ratito”, dijo. Entre risas, relataba cómo uno de sus hijos, Lucas, se rebeló haciéndose hincha de San Martín y de Boca, desafiando la pasión familiar por Atlético.

A su lado, Walter Esquivel, oriundo de Villa 9 de Julio, también esperaba su momento. Hace apenas dos meses que cambió los vientos fríos de Ushuaia por el clima más templado de Mendoza. La razón fue su hijo, que con 15 años empezó a destacarse como arquero en las divisiones inferiores de Independiente Rivadavia. “Nos vinimos a Maipú, y justo ahora se dio que Atlético jugaba acá, así que no podía faltar”, contaba. Walter tuvo más suerte: infiltrado entre los hinchas locales, logró ingresar al estadio para alentar a su equipo, aunque su hijo tuvo que conformarse con verlo desde fuera tras un viaje maratónico en moto desde Maipú, siguiendo al autobús del plantel, por más de 15 kilómetros.

Pero en el Malvinas nada fue celeste y blanco, más bien a medida que pasaron los minutos y el horario del partido se acercó, se fue tiñendo de azul. Para los hinchas de Godoy Cruz, esta tarde tuvo un sabor agridulce. No fue un partido más: fue el adiós al estadio Malvinas Argentinas, su casa prestada durante dos décadas. Con el inminente regreso al renovado Feliciano Gambarte, la nostalgia flotaba en el ambiente.

Juan Manuel Rodríguez, de 33 años, caminaba por los alrededores del Parque General San Martín como quien repasa las páginas de un álbum de fotos. “Crecí viendo a Godoy Cruz acá. Vi ascensos, copas, partidos inolvidables contra los grandes. No me imagino todavía no viniendo cada fin de semana, pero bueno, los más grandes me dicen y me transmiten un sentido de pertenencia al Gambarte, que seguramente se cultivará con el tiempo para las nuevas generaciones”, confesaba, ajustándose la camiseta azul y blanca contra el pecho, como quien se aferra a un viejo amigo.

A unos metros, Gustavo Herrera, de 55 años, ve la situación desde otra perspectiva. Él sí recuerda el Gambarte lleno, el ambiente familiar de los viejos partidos del Nacional. Para Gustavo, el Malvinas nunca fue “su” casa. “Nos abrió las puertas, sí, pero volver al Gambarte es volver a casa. Es recuperar nuestra identidad”, aseguró, con una sonrisa cargada de recuerdos.

Dentro del estadio, el partido se jugó con la intensidad de quienes saben que hay más en juego que tres puntos. Atlético, llegó en silencio y soñando con dar el golpe fuera de casa. Godoy Cruz, por su parte, necesitaba ganar para no perder pisada en la lucha por el campeonato, pero sobre todo, más allá de regalarle a su gente una despedida digna del “coloso”.

Cada pelota dividida, cada aplauso, cada silbido, parecían cargados de un simbolismo mayor. No sólo se trataba de lo que ocurría sobre el césped: son 20  años de recuerdos, de familias, de generaciones que crecieron asociando la pasión por el “Tomba” en las tribunas del Malvinas.

La tarde, que había comenzado luminosa, fue tiñéndose de matices melancólicos. Mientras algunos se abrazaban tras un gol de Auzmendi, otros miraban de reojo las tribunas, conscientes de que esas imágenes pronto serían parte del pasado, aunque como dicen los que ya pintan canas: volver a casa.

Al final del encuentro, el resultado no quedó en un segundo plano. Aunque sí, las historias individuales prevalecieron en el ambiente. El fútbol, como pocas cosas, es capaz de condensar vida en 90 minutos. De reunir pasados y futuros, de abrir heridas y cicatrizarlas, de ofrecer despedidas y reencuentros en un mismo suspiro. Así se cerró la tarde en Mendoza: entre abrazos, nostalgias y esperanzas (para el equipo ganador), bajo un cielo que ya invitaba a la noche.