Tenía yo 30 años cuando tuve la fortuna de realizar una concurrencia al Centro Médico de la Universidad de Stanford, California, EEUU. Fue una experiencia inolvidable. La valoré mucho y hoy aún más a la distancia. Al arribar al Servicio, el jefe que era el doctor Richard Popp, nos dijo que conocía algo de Argentina. Una que el doctor Alfonsín era nuestro presidente. Otra que sabía de un gran futbolista que teníamos que se llamaba Maradona y que había leído a nuestro “Boryes” (así lo pronunció) y le había parecido muy bueno. Esto último a mí me sorprendió para bien. Un presidente de la nación Argentina (hablando en la inauguración de un Plan de Lectura) citó a Borges y queriendo hacer gala dijo así: “Borges es reconocido por sus novelas, pero su poesía es maravillosa” y esto me sorprendió para mal. Pues bien, lo del médico americano me hizo sentir orgulloso pero lo del presidente (y que tal vez fue un furcio o incultura) me generó tristeza y vergüenza ajena ya que Borges escribió solo poemas, cuentos y ensayos, pero jamás, en su prolífica carrera, escribió una novela. A no ser que aceptemos como en su cuento “El otro” que se desarrolle un encuentro mitad real y mitad sueño entre él y su sombra y que nos preguntemos qué es lo auténtico y qué es lo ilusorio. Lo concreto es que Jorge Luis Borges nació un 24 de agosto de 1899 en el centro porteño, que vivió en Palermo, su juventud en Suiza y que murió en Ginebra el 14 de junio de 1986. Sí, Borges, aquel que escribió solo cuentos (“Ficciones”, “El Aleph”), poemas y ensayos como “La historia universal de la infamia”. También fue Borges el mismo que reconoció que si tenía que señalar el hecho capital de su vida lo había sido la biblioteca de su padre. Borges: el que a partir de sus 40 años fue quedándose ciego hasta distinguir un solo color, el amarillo. A no dudarlo que fue también él el que nos confesó, en su vejez, que se había ido desprendiendo de sus objetos más preciados a excepción de sus libros, su bastón, su reloj de bolsillo y el globo terráqueo que le había pertenecido a José Ingenieros. Borges, el que asimismo nos dijo: “no escribo para una minoría selecta, que no me importa, ni para ese adulado ente platónico cuyo apodo es la masa ya que descreo de ambas abstracciones que son caras al demagogo. Escribo para mí, para los amigos y para atenuar el curso del tiempo”. Y también fue aquel Borges el que se alegró de encontrarse con Antonio Berni (eximio pintor) quien debido a su sordera le pidió al afamado escritor que le hablara un poco más alto. A lo que Borges, con su humor, le contestó: “no se haga problema, nos compensamos bien: usted no me oye, yo no lo veo”. Borges, el mismo que fue nominado por 30 años al Nobel de Literatura y que no le fuera concedido. El que en el libro “El hacedor” se confesó así: “me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson. También un día allá por los ’70 él dijo esta memorable frase: “los peronistas no son buenos ni malos, son incorregibles”. Borges fue el que también, allá lejos y hace tiempo, aceptó la invitación de un sacerdote jesuita, un tal Jorge Bergoglio y que entonces era profesor de Literatura del colegio Inmaculada Concepción de Santa Fe, y cordialmente viajó y les dio una conferencia a sus alumnos. Jorge Luis Borges, el mismo del que en la ceremonia de su entierro en el cementerio de Plainpalais (Ginebra) las crónicas de los diarios hablaron de ocho coronas y que una rezaba: “al más grande forjador de sueños”. Recuerdo que él nos abrió la puerta de su casa, sin cita previa ni protocolo, y con mi hermano pudimos conversar con él siendo en esa época estudiantes universitarios. El mismo, y no otro, del que Adolfo Bioy Casares, su gran amigo, afirmó que Borges murió recitando el Padrenuestro en anglosajón, en inglés antiguo, en francés y en español (“… por si acaso”, explicó con una sonrisa débil). Nos dejó el 14 de junio de 1986, el escritor argentino por antonomasia. En Plainpalais lo acompañaron María Kodama, Claude Gallimard, Aurora Bernárdez (viuda de Cortázar) y Marguerite Yourcenar.

Juan L. Marcotullio                                     marcotulliojuan@gmail.com