La dieta mediterránea hoy en día es una alimentación referente a nivel mundial porque, en medio de un mundo dominado por comidas rápidas y tendencias nutricionales pasajeras, propone volver a lo orgánico. Es un regreso a nuestras raíces, comer como lo hacían nuestros antepasados: productos frescos, cultivados cerca, respetando las estaciones, preparados con sencillez y disfrutados sin apuro.

Este patrón de alimentación viene de los países que rodean el mar Mediterráneo —Italia, España, Grecia, Francia y el sur de Turquía—, donde la relación con la comida está profundamente ligada a la tierra, las estaciones y las tradiciones familiares. Por su valor como modelo de vida saludable y sostenible, la UNESCO la reconoció en 2010 como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, subrayando que es mucho más que una forma de comer: es una filosofía de vida.

El secreto de los lugares donde sus habitantes viven más de 100 años
Foto/Sol García Hamilton.

En estos países, la alimentación es parte de un estilo de vida que prioriza las comidas compartidas, el disfrute sin apuro y el respeto por los productos frescos que brinda cada estación. Esta conexión con la tierra y con la mesa tiene un impacto tangible: regiones como Cerdeña (Italia) o Icaria (Grecia) figuran entre las llamadas “zonas azules”, territorios donde las personas no solo viven más tiempo, sino que alcanzan edades avanzadas con una notable calidad de vida.

Pero ¿qué caracteriza realmente a la dieta mediterránea? Para empezar, la nutricionista Noelia del Regno, argumenta que hablar de dieta mediterránea no es hablar de un régimen restrictivo. “Yo no soy partidaria de las dietas, más que una dieta es un tipo de alimentación”, aclara.

La base está en el consumo abundante de frutas y verduras frescas, siempre en función de la temporada. Esta alimentación respeta el ciclo natural de los cultivos, lo que significa que, si no es época de frutillas, no habrá frutillas; si los tomates no son de estación, no se buscan alternativas congeladas o importadas. Este vínculo con lo estacional mejora el sabor y el aporte nutricional.

Los cereales integrales son otro pilar fundamental. El pan tiene un rol protagónico, pero no hablamos del pan industrial que solemos encontrar en las góndolas: se trata de panes artesanales, de largas fermentaciones y elaborados con harinas poco refinadas, más nutritivos y fáciles de digerir. La misma lógica aplica a las pastas, que suelen ser caseras, preparadas con trigo duro y combinadas con salsas artesanales hechas a partir de tomates, hierbas y aceite de oliva.

Según Del Regno, este tipo de carbohidratos “aportan energía sostenida y fibra, y son de buena calidad, lo que los hace adecuados incluso para personas con patologías crónicas como la hipertensión o la diabetes”. Además, los beneficios de este patrón alimentario están respaldados por la ciencia: protege la salud cardiovascular, ayuda a regular el colesterol, controla la glucemia y aporta antioxidantes que combaten el envejecimiento celular.

A estos ingredientes se suman las legumbres —garbanzos, lentejas, porotos—, que aportan fibra, vitaminas y minerales. La nutricionista explica que “son carbohidratos de origen integral que además aportan proteínas, por lo que brindan saciedad y contribuyen a un plato completo y balanceado”.

Del gallinero a la mesa

En cuanto a las proteínas de origen animal, el protagonismo se lo llevan el pescado y los mariscos, consumidos con frecuencia por las poblaciones mediterráneas, mientras que las carnes rojas se reservan para ocasiones puntuales. También están presentes las aves y los huevos, muchas veces provenientes de producciones domésticas o granjas pequeñas, lo que garantiza su frescura y calidad.

Foto/@muy_fer_.

Un capítulo aparte merecen los lácteos, especialmente los quesos. En estas regiones los quesos son artesanales, elaborados con recetas que pasan de generación en generación, que conservan el sabor y las propiedades originales de la leche. A ellos se suma el yogur griego natural, clave por su aporte de probióticos y calcio.

Por supuesto, no se puede hablar de la comida mediterránea sin mencionar al aceite de oliva, el verdadero hilo conductor de esta alimentación. Presente en cada comida, tanto para cocinar como para condimentar en crudo. Este oro líquido, “aporta ácidos grasos oleicos, que ayudan a regular el colesterol, reducir los triglicéridos y proteger la salud cardiovascular”, explica Del Regno.

Finalmente, el vino tinto aparece como un complemento en dosis moderadas, siempre acompañado de las comidas y con una función que va más allá de lo nutricional: convierte el momento de alimentarse en un acto social y placentero, donde el disfrute compartido es tan importante como lo que hay en el plato.

La dieta mediterránea no busca eliminar grupos de alimentos ni imponer prohibiciones estrictas, sino fomentar el equilibrio. Esta flexibilidad es, según la especialista, uno de los motivos por los que puede sostenerse en el tiempo y adaptarse a todas las edades.

Elegir con conciencia lo que llega a la mesa

Como mencionamos antes, un pilar esencial en esta alimentación es su fuerte vínculo con la tierra. No se trata solo de elegir alimentos frescos, sino también de priorizar productos locales, cultivados de manera responsable y con el menor uso posible de pesticidas. “En esos países incluso están en contra del consumo de edulcorantes, buscan alimentos en su estado más puro”, señala Del Regno.

Este consumo consciente, de a poco ganó terreno en otras ciudades del mundo. Cada vez más personas eligen frutas, verduras y cereales orgánicos y se interesan por el origen de lo que compran.

La tendencia se extiende incluso a lo doméstico: huertas caseras y gallineros son cada vez más populares entre quienes eligen recuperar un vínculo directo con lo que consumen. Además, tener hierbas, tomates o huevos frescos producidos en casa reduce la huella ambiental.

¿Cómo se ve un día comiendo “a la mediterránea”?

Incorporar este estilo de alimentación puede ser más simple de lo que parece. El día puede comenzar con un desayuno que combine yogur natural con frutas frescas y un puñado de frutos secos o semillas, acompañado por una rebanada de pan integral con aceite de oliva y tomate. Si hace falta un extra de energía, un café o té sin azúcar puede acompañar perfectamente.

Al mediodía, un almuerzo típico podría incluir una ensalada de hojas verdes, tomates, aceitunas y garbanzos, aderezada con aceite de oliva y limón, junto a una porción de pescado a la plancha con hierbas mediterráneas y una guarnición de quinoa o arroz integral. El agua siempre es la bebida principal, aunque una copa de vino tinto en adultos sanos puede sumarse con moderación.

Para la cena, una opción ideal es un plato de vegetales grillados —berenjenas, zucchinis y pimientos— con un toque de aceite de oliva, acompañados por pollo al horno o una porción pequeña de pasta integral con salsa de tomate casera y albahaca. Un trozo de queso maduro o un puñado de nueces puede cerrar el día con el aporte de grasas saludables.

El éxito de esta alimentación está en evitar los extremos. “Nada que se lleva al exceso es bueno. No sirve comer frutos secos sin límite ni eliminar por completo otros aceites. La base es el balance”, recuerda Del Regno, porque que incluso los alimentos más saludables pueden perder su efecto positivo cuando se consumen sin medida.

Hoy, el estilo de vida acelerado provocado por vivir en la ciudad, genera que los alimentos ultraprocesados llenen las alacenas. Pero la dieta mediterránea, nos recuerda la posibilidad de bajar la velocidad y priorizar la buena alimentación. Es, de alguna manera, volver a la filosofía de los abuelos: comer lo que da la tierra y disfrutar el momento de sentarse a la mesa.

Adoptar este estilo no exige cambios drásticos, sino pequeños gestos cotidianos: llevar al trabajo un yogur o una fruta, sumar cereales integrales, valorar las proteínas, animarse a las grasas saludables y preferir lo casero u orgánico —como un buen pan artesanal o huevos de campo— por sobre lo industrial.

Foto: Sol García Hamilton.

Para la cultura del Mediterráneo, comer es mucho más que alimentarse. Esa forma de relacionarse con la comida, transmitida de generación en generación, es la que hoy inspira al mundo entero. Quizá ahí resida el secreto de esos pueblos que no solo viven más años, sino que lo hacen con una calidad de vida envidiable.