El poder tiene memoria de siglos y rostro masculino. Ha sido dibujado con hombros anchos, voz que no tiembla y una seguridad que parece innata. En muchos casos ocurre que cuando una mujer ocupa ese lugar, el relato se interrumpe: los gestos desconciertan, las palabras se escuchan con otro filtro, la autoridad se examina con lupa. Pareciera que a las mujeres se las mide con dos varas a la vez: la de la competencia y la de la simpatía. Y en ese doble examen, cualquier paso puede ser demasiado. Demasiado firme. Demasiado suave. Demasiado.
El Índice de Reykjavík para el Liderazgo, presentado anualmente en la Asamblea General de las Naciones Unidas, mide cuán cómodamente la sociedad considera que mujeres y hombres son aptos para el liderazgo. En el reporte más reciente (2024/2025), entre los países del G7, el puntaje promedio más bajo desde su lanzamiento: 68 (siendo 100 el ideal de igualdad total). Islandia lidera con un 87, muy por encima del promedio; pero no todos nacimos en una saga nórdica con Björk de fondo.
Además, el índice refleja que solo el 50 % de la sociedad del G7 se siente “muy cómoda” con una mujer en cargos corporativos de alto nivel. En 2019, por ejemplo, Canadá y Francia alcanzaban un índice de 77, EE.UU. 75, y países como Japón, Alemania e Italia estaban abajo, con valores entre 68 y 70.
Estos datos muestran una tendencia inquietante: las generaciones más jóvenes del G7 son menos progresistas, con menores niveles de comodidad hacia el liderazgo femenino. Poco confort, mayor prejuicio no es una crisis futura, spoiler: los prejuicios también se heredan.
Una de cada tres mujeres argentinas deja de opinar en redes por la violencia digitalEl problema tiene nombre académico: “role congruity” (congruencia de roles), que explica por qué se cuestiona automáticamente a las mujeres líderes. Según la investigación de los psicólogos estadounidenses, Eagly y Karau, publicada en 2002, cuando las mujeres ocupan puestos de poder que no coinciden con los estereotipos femeninos (como ser suaves, cooperativas), se percibe esa incongruencia como negativa. Se activa un doble filo: si una mujer lidera con asertividad, es competente, pero también “fría”; si lidera con calidez, es agradable, pero supuestamente menos capaz. Sea cual sea el estilo, pierde: es el llamado “double bind” (doble vínculo) —entre competencia y simpatía—a lo que nos referimos cuando decimos que “no encajamos”.
Se abre una nueva carrera de Ingeniería donde el 90% de sus estudiantes son mujeresNo es solo el techo de cristal, esa barrera invisible que frena el ascenso de las mujeres, sino también el laberinto del liderazgo: un camino con recorridos sinuosos llenos de obstáculos invisibles, se materializan también en esta exigencia de congruencia imposible. En muchos casos las mujeres se enfrentan a una evaluación más exigente y subjetiva: como destaca “role congruity”, “las mujeres están sujetas a estándares más altos de competencia de liderazgo que sus homólogos masculinos”.
“Mujeres y poder”
Mary Beard, en las primeras páginas de “Mujeres y poder”, lo explica con un hilo histórico delicioso. Recuerda cómo, en la Odisea, Telémaco manda a callar a Penélope, diciendo que “es deber de los hombres hablar, quédate en tu labor femenina”. Este episodio es solo uno de los muchos reflejos de siglos de silenciamiento. Beard traza ese hilo hasta hoy: las mujeres líderes son a menudo representadas como figuras de Medusa, peligrosas y deshumanizadas (Angela Merkel y Hillary Clinton aparecen como ejemplos). Su conclusión es clara: no basta con que adoptemos códigos de poder masculinos; debemos redefinir el poder como verbo, como una acción colectiva e incluyente, no como algo que se posee.
Jóvenes chinas reviven el "nüshu", el lenguaje secreto de las mujeresEntonces, ¿por qué molestan tanto las mujeres líderes? ¿Por qué obligan a mirar de frente lo arbitrario de nuestras reglas? ¿Por qué rompen el molde en el que es tan cómodo meter a “lo femenino”? Porque, si una mujer puede liderar con éxito, quizá el liderazgo no sea una cuestión de testosterona, sino de capacidad. Y eso desordena muchas jerarquías cuidadosamente construidas.
El cambio no vendrá solo de más mujeres en el poder, sino de transformar la idea misma de lo que significa liderar. Requiere reconfigurar cómo concebimos la autoridad y la competencia, sin atribuir géneros a valores o estilos. El camino es el cuestionamiento cultural: romper el prejuicio interno y colectivo, redefinir el poder como acción inclusiva, repensar las narrativas que nos moldean.