Una profesora se detiene en la puerta del aula. Recorre con la mirada a cada uno de sus alumnos. Los adolescentes, alineados, exhiben la mitad de la cabeza rapada y el uniforme impecable. La escena remite a un colegio de hace 50 años, pero ocurre hoy, en pleno siglo XXI, en El Salvador. Allí, el presidente Nayib Bukele designó como ministra de Educación a la militar Karla Trigueros, con el encargo de “preparar a las futuras generaciones para enfrentar con éxito los desafíos del mañana y alcanzar los más altos estándares de calidad que demandará el país centroamericano”. Entre las nuevas disposiciones también se exige a los estudiantes dirigirse a los adultos con un “gracias” y un “por favor”, una regla que, junto con el aspecto físico y la estricta uniformidad, busca instalar una disciplina integral en la vida escolar. Quienes no cumplan con el reglamento deberán hacer tareas de orden y limpieza. También habrá sanciones para los directores que no hagan cumplir las disposiciones.
La decisión despertó un debate que trasciende fronteras: ¿qué significa formar estudiantes bajo un esquema de disciplina castrense? Para algunos, se trata de recuperar el respeto por la autoridad y la rigurosidad que las escuelas habrían perdido en las últimas décadas. Para otros, es un retroceso que convierte a la educación en un instrumento de control, donde el aula deja de ser un espacio de pensamiento crítico para transformarse en un cuartel.
Con uniforme y rodeada de niños, Trigueros debutó ordenando revisiones diarias de modales y vestimenta en las escuelas: alumnos rechazados en la puerta y enviados a cortarse el cabello fueron la primera postal, publicó el diario El País. Para Bukele, que mantiene altos niveles de popularidad por su “guerra” contra el crimen, se trata de erradicar las pandillas desde las aulas; para críticos y defensores de derechos humanos, apenas una justificación para extender el control militar a la educación pública.
¿Cuáles son las nuevas reglas de disciplina escolar que impuso Bukele en El Salvador?En un mundo moderno donde los sistemas educativos buscan adaptarse a la diversidad, a la creatividad y al desarrollo de competencias blandas, el modelo salvadoreño aparece como un giro drástico que interpela el rol del maestro y la relación con sus alumnos. El medio de comunicación salvadoreño El Faro, que actualmente opera desde Costa Rica luego de las múltiples amenazas en contra de sus periodistas, publicó un podcast en el que denunció que “los militares ya no solo patrullan calles, ni solo participan en capturas masivas, sino que ahora también ocupan ministerios”.
La evidencia académica muestra que la disciplina autoritaria en las aulas genera más perjuicios que beneficios. Un estudio reciente en BMC Psychology (Peng & Huang, 2024) advierte que el control rígido de los docentes aumenta el agotamiento emocional de los estudiantes y debilita su motivación. En contraste, Sultan y Hussain (2012), en un trabajo publicado en la base Education Resources Information Center (ERIC), financiada por el gobierno de Estados Unidos, demostraron que los estilos humanistas favorecen la motivación intrínseca y el rendimiento académico, mientras que los autoritarios producen el efecto contrario.
¿Qué pasa en Tucumán?
Mientras en El Salvador se apuesta por un modelo coercitivo que confía en la disciplina militar como antídoto contra la violencia, en Tucumán se ensayan caminos distintos. La estrategia no consiste en forzar la voluntad de los estudiantes a través del temor, sino en ofrecerles herramientas para que elijan otra forma de relacionarse. Precisamente esta semana, en la Escuela Ciudadela, se realizó un encuentro de mediadores escolares de nivel primario: chicos que aprenden a resolver conflictos mediante la palabra, la escucha y la negociación.
La ministra de Educación provincial, Susana Montaldo, subraya que el objetivo central de la escuela no es imponer disciplina por la fuerza, sino formar ciudadanos capaces de “vivir en democracia y en libertad”. Esa idea, explica, no se traduce en la ausencia de normas, sino en el reconocimiento de que la convivencia exige reglas compartidas. La clave está en que esas reglas no se vivan como imposiciones externas, sino como acuerdos que permiten respetar al otro, incluso cuando piensa distinto. En ese contraste, la diversidad no es una amenaza sino una oportunidad de enriquecimiento. A partir de este planteo, cita metáforas sugerentes: la sociedad como un rompecabezas que se articula con piezas distintas, o como una orquesta donde cada cual debe aprender a tocar su instrumento siguiendo una partitura común. En ambos casos, lo que se resalta es la necesidad de armonizar diferencias en lugar de sofocarlas.
Problemas en el aula: “No hacen falta golpes ni moretones para resolver conflictos”“La represión no es el camino”, afirma Montaldo. De acuerdo a su criterio, lo esencial es que el estudiante comprenda cuando se equivocó y pueda asumir una actitud reparadora, capaz de reconstruir lazos y reparar daños. Ese enfoque se refleja en las múltiples líneas de trabajo que impulsa la cartera educativa: capacitación de preceptores y tutores para acompañar trayectorias, promoción de lemas y objetivos colectivos en cada curso, apertura de escuelas los sábados con actividades deportivas y culturales, y la iniciativa “Jóvenes en Acción”, que reúne a los centros de estudiantes para debatir las problemáticas que más les preocupan.
La apuesta de fondo es que, si los chicos crecen con estas herramientas, la diferencia deje de ser un motivo de conflicto para convertirse en una oportunidad de convivencia.
La discusión sobre cómo educar nunca es neutra: define qué lugar ocupan los menores de edad en la sociedad y qué horizonte se imagina para ellos. Lo que hoy parece una decisión administrativa (regular un celular, formar mediadores o imponer un uniforme) en realidad marca la frontera entre reproducir viejos moldes o animarse a crear futuros distintos.