He leído con respeto y emoción la carta “Eutanasia en la Argentina” (10/11), de mi estimado amigo Dr. Juan L. Marcotullio. No puedo menos que adherir, con hondura y convicción, a sus reflexiones sobre un tema que toca las fibras más íntimas de la conciencia humana y jurídica: el derecho a la vida, la dignidad del sufrimiento y el valor trascendente del acompañamiento. Coincido plenamente con el autor en que una sociedad no se mide por la facilidad con que permite morir, sino por la ternura con que acompaña al que sufre. La eutanasia, más allá de su ropaje semántico - sea “muerte digna”, “decisión autónoma” o “derecho a morir sin dolor” - , nos enfrenta a la pregunta esencial: ¿qué es lo que verdaderamente dignifica al ser humano? Como jurista, entiendo que el derecho no puede legislar la dignidad como si fuera un atributo delegable, porque la dignidad no se concede: se reconoce, se custodia, se acompaña. Y como ciudadano, creo que el verdadero progreso no está en abreviar la vida, sino en ensanchar el amor y la compasión que la sostienen hasta el final. La reflexión de Marcotullio sobre la llamada “ventana de Overton” es una advertencia lúcida: cuando el lenguaje se disfraza de compasión, puede anestesiar la conciencia colectiva. Las palabras importan, porque modelan la sensibilidad moral de un pueblo. Y cuando se trastocan los significados, el bien y el mal comienzan a perder sus contornos. En la raíz de este debate está la pregunta que nos devuelve a la poesía, donde muchas veces la filosofía encuentra su refugio. Octavio Paz decía que “la muerte es un espejo donde se mira la vida”. Benedetti nos recordaba que “la muerte se paga viviendo”. Y Borges, en su serenidad última, veía en la muerte “el acto más íntimo y solitario que puede realizar el hombre”. Pero ninguno de ellos habló de la muerte como renuncia, sino como misterio, como horizonte de sentido que nos obliga a humanizar la fragilidad y a defender la esperanza. No se trata, pues, de negar el dolor ni de imponer dogmas, sino de reafirmar que el derecho a la vida no puede convertirse en el deber de morir. La eutanasia puede parecer un gesto de compasión; sin embargo, si se despoja de la mirada espiritual y solidaria, corre el riesgo de transformarse en un signo de resignación social ante el sufrimiento. Acompañar, cuidar, aliviar, sostener: esas son las palabras que ennoblecen al Derecho y a la Medicina. Y como bien dice el autor de la carta a la que adhiero: “Antes que una ley que acorte la vida, necesitamos una cultura que abrace la fragilidad”. Que este debate nos encuentre, como sociedad, más humanos que ideológicos, más dispuestos a escuchar que a dictaminar, más inclinados a la misericordia que a la eficiencia. Porque en el rostro del que sufre  - como en los versos de nuestros poetas -  sigue brillando el misterio sagrado de la vida.

Jorge Bernabé Lobo Aragón 

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