"¡Qué temeroso vives! Por tu carta conozco tu corazón, no hay razón para tanto cavilar", escribía desde Buenos Aires, en setiembre de 1815, fray Cayetano Rodríguez a su gran amigo el luego obispo José Agustín Molina, a Tucumán. El tema era la próxima reunión, en nuestra ciudad, del Congreso en el que Rodríguez tenía banca de diputado.

"Ahora encuentras mil escollos en que sea el Congreso en Tucumán. ¿Y dónde quieres que sea? ¿En Buenos Aires? ¿No sabes que todos se excusan de venir a un pueblo a quien miran como opresor de sus derechos y que aspira a subyugarlos? ¿No sabes que aquí las bayonetas imponen la ley y aterran hasta los pensamientos? ¿No sabes que el nombre de ?porteño? está odiado en las Provincias Unidas o desunidas del Río de la Plata? ¿Qué avanzamos con un Congreso en que no ha de presidir la confianza y la buena fe?", decía Rodríguez.

A su criterio, era necesario "dar un testimonio de que se sacrifica todo por la unión y la paz. Tucumán es pueblo pacífico, en buena distancia de todas las ciudades, no funda celos entre los concurrentes y es una localidad agradable, que da poco lugar para extrañar el país respectivo de cada diputado".

Otra objeción de Molina era que no había libros. "Los llevarán de Buenos Aires, vendrán muchos del Perú, cada diputado llevará los suyos", replicaba el fraile. Y sobre que "no hay talentos", afirmaba que, por el contrario, "sobran". Él quisiera "mejores corazones, buena fe, amar al bien común, unión, virtudes", calidades que reemplazan "a los talentos sublimes, a los grandes ingenios".